Sunday, April 05, 2009

Papel tapiz

Hemos resuelto alquilar un lugar donde ir a vivir juntos y empapelar todo el departamento con un papel tapiz de pequeños rombos sobre un fondo apastelado.

-Cuidado –dices. Recorta algunas de esas figuras y deja al aire ese pedazo de pared despintado.

Después de tomar la escuadra y rociarme de repelente, despego el rectángulo de papel de la pared, de donde ella me había dicho que saldrán las arañas.

Tuesday, March 31, 2009

Árbol trocado

Hasta el día en que vieron cómo un camión de la basura atropellaba un cachorro que había huido de su casa, un hombre viejo y nieto solían mirar desde la ventana de su departamento pasar la tarde.
Esto lo hacían con frecuencia. No había semana en que, al menos dos veces, el hombre dispusiera de un taburete para que su nieto pudiera ver lo que él veía. Vieron la sastrería del frente cerrar. Vieron a una pareja discutir y luego meterse mano.
El día que atropellaron al cachorro el hombre supo que algo iba a salir mal. Su nieto le dijo que ya no precisaba del taburete.

Sunday, March 29, 2009

Microfuck

Miroslav Klose

Berlín oriental, mediados de los años ochenta. La que, si fuera el siglo pasado y si estuviera en las latitudes de sus abuelos, sería llamada condesa Kowalski, se desmaquilla mirando sin pestañear al espejo de su departamento de una pieza en el barrio de Lichtenberg. Lo hace con una precisión y esmero encomiables, permitiendo que lo que se adhiere a cada almohadilla se disuelva por completo en un tarrito pequeño que ha llenado con alcohol.
Una vez que su cara está tersa y libre de pintura, la condesa se echa a llorar. Llora desconsoladamente, aferrada a la almohada que ha heredado de su abuelo, el noble. Todos dirían que la condesa llora por el invierno, por su descascarado departamento en un edificio a punto de desplomarse. Pero ella sabe que no es así y que cada vez que se desmaquilla, más allá de su departamento y la estación y la gélida ciudad, le hubiese gustado tanto que le descalcen unos coquetos tacones rojos, que guarda, celosa, en una bolsa de tela de su armario de madera

Sunday, February 22, 2009

Comida China

Tengo una novia que tiene el ojo izquierdo gacho. No le digo a menudo, pero le cuelga de manera horrible en la cara.
Eso sí: cuando hacemos el amor ella se encarga de desaparecer sus pupilas. Sus ojos parecen clara de huevo.
Entonces me siento feliz y procedo a retirar mi prótesis.

Ciclovía


I

En un sábado de abril recibí una llamada de mi madre. Con la voz entrecortada me informaba que mi papá tenía una amante. “Tienes que venir a ver esto”, me dijo. “Durante 40 años tu padre ha tenido otra mujer”.
En un sábado de abril fui a la casa de mi prima, donde mi madre se había atrincherado, leí una carta cursi en la que mi papá le decía a una mujer que la deseaba desde la adolescencia, llegué junto a mi madre y mi hermana de vuelta a la casa y le ayudé a mi papá a empacar sus cosas. Fue la primera noche que dormí en un techo distinto al suyo sabiendo que estaba en la misma ciudad.
Al día siguiente, domingo, un gato apareció debajo del auto de mi madre. Me mordió el dedo anular cuando intenté retirarlo de ahí. Por la tarde se murió.
Había llovido todo el fin de semana.
El lunes, antes de levantarme, sentí que debía hacer algo. Así que agarré la bicicleta vieja que mi papá había comprado en una feria de artículos usados de una embajada.
Quizá deba detenerme en la bicicleta.

Cuando la trajo a casa, era un aparato negro descomunal que sobrepasaba mi estatura. Tenía el asiento destruido, de modo que los resortes saltaban por encima de las esponjas. Mi papá no se molestó en cambiar el asiento por otro nuevo, sino que se las arregló para conseguir un forro que contuviera toda la materia que se estaba desbordando. Tenía, además, un canasto rectangular de metal a cuadros en la parte de adelante, lo que le daba ese aire de vehículo de suburbio en primavera. Mi papá la desempolvaba todos los domingos y se iba al parque a lanzar la pelota contra el aro.
Esta vez fui yo quien retiró el plástico negro del balcón del departamento, sacudió con un trapo los trazos de polvo que se habían acumulado durante una semana, comprobó la dureza de las llantas y se echó a andar. Ya no tenía el canasto floral y, por toda seña, había envuelta en su armazón una protección de poliéster que había llegado en mi Bmx de regalo de diez años. La bicicleta parecía vendada. Eran casi las ocho de la mañana pero parecía que hubiese estado lloviendo todo el día, con las nubes tan cerca del piso que apenas se podía ver la línea que separaba la acera de la calzada.
El parque estaba a unos quince minutos de la casa a buen ritmo. Para llegar tomaba una calle pequeña en contravía, la seguía alrededor de tres cuadras hasta que se acababa, viraba hacia la izquierda y andaba sobre la calle del Colegio Francés hasta desembocar en una gran avenida. Entonces subía por un puente peatonal espiralado que descendía directamente hacia el tramo de la ciclovía del parque, un angosto carril asfaltado que circunvalaba con varias bifurcaciones las más de veinte hectáreas de jardines, bosques y vergeles que florecían en medio de la ciudad.
La primera etapa de la ciclovía consistía de una ruta que bordeaba las canchas. Del otro lado, del lado de la calle angosta que se apeaba al parque por un tramo, se asentaban algunos puestos de comidas y una oficina de correos. Antes de llegar a la esquina podía ver desplegada una inmensa valla de una mujer en traje de baño.
Quizá deba detenerme en ella.

Era una mujer morena, maquillada de tal forma que sus rasgos –ojos negros, cejas finas- resultaban sobredimensionados. La mujer estaba tendida de pecho en un piso gris claro y sostenía su mentón con las dos manos. Los codos apoyados al piso, los pies entrecruzados. Tenía puesto un bikini fucsia casi mínimo, que embalaba su espalda y sus enormes y aceitadas nalgas. Cuando pedaleaba por aquella parte del parque me detenía a mirar a la mujer hasta que los manubrios de la bicicleta requerían atención de nuevo.
Aunque a veces no me daban las fuerzas o me sobraran las ganas de pedalear y pedalear hasta que mi casa, la ciclovía y la pequeña calle desaparecieran, cumplía religiosamente la regla de dar dos vueltas al parque. Así que veía a la mujer de la valla dos veces.
Luego volvía a mi casa, me duchaba, me vestía y salía. No volvía hasta que se hiciera bien de noche.
La bici se quedaba en el puesto donde mi papá guardaba su auto.
Todos los días así.
Cuando mi cuerpo comenzó a cambiar, mi madre decidió que ya era hora de perdonar a mi papá. Pero esto yo aún no lo sabía.



II


Mi papá no había podido dormir toda la noche.

-Tanto más da –le dije en el teléfono. Pase lo que pase.

Porque la noche anterior, mi madre, luego de pensárselo, decidió que quería volver a ver a mi papá. “Tal vez le perdone”, me dijo que le dijera, y me pidió que lo llamara y le citara para una especie de consejo familiar en casa de mi prima. Desde luego, mi papá dijo que estaría ahí puntualísimo.
Había tenido ese sueño espeso del que le fue difícil salir. “Apenas me levanté fui al baño a enjuagarme la boca y quitarme las babas secas”. Fue entonces cuando me llamó. Y yo entré despacio a la habitación que había sido de los dos, agarré el teléfono y me lo llevé para mi cuarto. Mi madre seguía dormida y seguiría durmiendo hasta bien entrada la mañana.
Después de hablar con mi papá fui al cuarto de mi madre. Me quedé mirando cómo dormía. Luego me vestí y salí al parque. Pensé que tal vez ése sería el último día en que la bici estuviera en el puesto del auto de mi papá. Luego habría que volverla a la terraza, y todas las mañanas bajarla desde allí hasta la calle, pasando por la sala de estar y la cocina. Habría que limpiarla, también. A mi papá no le gustaba que la bicicleta estuviera llena de polvo. Y dejar de utilizarla los domingos, cuando la usaba para irse al parque y jugar básquet.
Noté que había llovido la noche anterior. Las calles estaban limpias, como lamidas por el agua. Había todavía poca gente afuera y más frío, acaso por la lluvia anterior.
Andaba ya pedaleando por el parque cuando me percaté del inmenso rótulo que había al otro lado de la calle.
La mujer de las aceitadas nalgas había desaparecido. No supe cuándo la habían desmontado, ni por qué en lugar de ella colocaron a otra mujer, parecida pero no exacta, que no mostraba unas aceitadas nalgas embaladas por un bikini, sino que se agarraba con sus dos manos unos pechos blancos que parecían explotar. Ella, pelo rubio ensortijado, sonreía con una mueca de complicidad. Al fondo de esa imagen sus piernas se desvanecían.
La mujer ya no está, pensé. La mujer ya no está y esta noche mi papá va a pedir disculpas. Volverá a la casa, si mi madre quiere, como quien vuelve después de un viaje largo y desgastador. Volverá, ocupará su puesto, me verá salir las mañanas a ciclear. También verá mis músculos que se han formado. Me verá, desde su habitación, salir temprano por la mañana a retirar la bicicleta y volver bañado de sudor. Aunque tal vez esto no lo haga porque ya se habrá ido al trabajo.
Miraba a la rubia, sus senos constreñidos.
Y aunque mi papá no volviera, pensé, y aunque ni esto ni nada de lo que he dicho él lo haga porque es probable que él no regrese, y yo siguiera viniendo acá sin que mi madre lo perdone y se tenga que seguir quedando en casa de mi abuela. Aunque mi padre se vuelva un oso viejo y débil, exiliado y adolorido por el error que cometió, la vuelta, las dos vueltas que cada mañana doy cuando salgo de mi casa con la bicicleta, todo ello no va a ser ya lo que fue antes. La mujer ya no está y pronto me olvidaré de que alguna vez ella estuvo allí. Seguiré dando vueltas por el camino enarbolado al margen de la calle y, con todo, esto me parecerá disímil y hasta nuevo, poco aprendido, un paisaje cuya evocación me es incierta o más bien nubosa.
Miraba a la rubia.
Miraba a la rubia en medio de la ciclovía. Y quizá me detuve mucho tiempo en ello.
Porque mientras la miraba tembló el manubrio. Pareció resquebrajarse, la rueda anterior aleteó, se perdió el foco de la mirada, la carne amplia desapareció de mis ojos y fui a dar de bruces con la brea, mis manos restregadas contra el piso negro y el forro de la bicicleta negra perdido en el césped. Con la fractura de la rodilla y el codo derechos, no fue posible que acudiera a la casa de mi prima.
Esa noche, después de haberse reunido, vinieron a verme al hospital.

Tuesday, February 12, 2008

Seguridad Nacional


Atención: El documento presentado a continuación, de numeración JCS-2128, fue desclasificado por orden del Presidente Constitucional De La República, después de haber desestimado la importancia del vigilante, del vigilado y de la actividad que este último realizaba, considerada hoy irrelevante para la seguridad de nuestro Pueblo (con mayúscula).



xxxxx, 12-02-xxxx

Muy señores míos:

Encontré al doctor Miller sentado sobre un cojín desgastado en un taburete al final de la barra. Sus piernas cortas no llegaban al suelo, por lo que los zapatos pulcros, cuyos cordones formaban lazos simétricos y balanceados, daban la idea de estar jugando con la pequeña sofocación que le producía tomar un capuchino con sorbete.
Debo decir, sin embargo, que lo que más destacaba del doctor Miller a la distancia era su cráneo, que parecía haber sido pulido con el afán de una bola de cristal suspendida en el aire, cayendo a gran velocidad y brillando como solo suelen hacerlo los cristales antes de despedazarse. Su cabeza parecía un farol que captaba y emitía la poca luz que relumbraba en la esquina del café donde todos los martes, jueves y sábados llegaba para pedir “dos capuchinos; el segundo en treinta minutos…y un sorbete, por favor”. Puesto que sus brazos eran anchos y sumamente cortos, era casi imposible evitar una mirada caricaturesca hacia aquel hombre que inclinaba su calva hasta que su nariz prácticamente topara las palabras impresas de los diarios anglosajones y sus extremidades sostuvieran lo que se asemejaba a una enorme sábana blanca que estaba por devorarle. De lado del montón de periódicos apilados aún por leer, una tacita blanca medio vacía y un sorbete.
Casi nadie cayó en cuenta de la figura del doctor Miller hasta que su ausencia comenzó a hablar por sí misma de manera abrupta. Si no me fallan los cálculos, el doctor Miller acudió al sitio un total de 1871 veces en 13 años, tres veces por semana, con la excepción de aquélla en la que el local tuvo que cerrar por muerte de propietario. Nadie debió reparar en aquella figura, en principio risible y luego abiertamente hostil, de un hombre de cráneo amplio, nariz aguileña y brazos regordetes que traía la prensa escocesa, londinense y de la costa Este de los Estados Unidos, para leerla con una paciencia que evocaba el lento paso del tiempo en algún litoral irlandés. Nadie debió reparar en la mecánica construcción de sombras y luces tenues que se repartían en esa esquina. La costumbre da paso a una extraña forma de olvido, cuya única interrupción puede ser la aparición de la ausencia.
Quiso la suerte que fuera yo a quien me fueran confiados sus últimos manuscritos. No poseo la habilidad de discernir sobre su calidad o valía; menos los aportes que éstos pueden hacer a la literatura del desarraigo. Lo que sí sé es que la confidencia y la amistad vertida valen al menos algo más de lo que me fue asignado para inquirir acerca de sus actividades fuera del país y sus eventuales próximas publicaciones. Al no tener ningún resguardo confiable donde dejar el borrador de lo que se leía como un recuento de su vida, he decidido echar los folios a la pira, donde difícilmente podrán ser reconstruidos.

Me excuso por no haber podido escribir anteriormente.

Suyo, sinceramente
Lautaro B.

Friday, November 30, 2007

Trasiego


I

Martín se acuerda de pocas cosas. Una de ellas es la voz de Ana.

-Recoge esas medias. No vas a querer caerte apenas despierto -le decía ella.

Ana no está más en la cabeza de Martín de no ser por esas pocas palabras, que parecen tener algo más allá de sí mismas, algo escondido tal vez. Gasas y bisturí. Pero también el agua mojando el pelo lacio y retirando el champú de él. El sistema nervioso es una sucesión de calles de mierda, piensa Martín. Sinapsis, balance químico. El aeropuerto de Madrid, Barajas 4. Clonazepam. Paroxetina. Clonazepam + Paroxetina + Un Pipazo= St. Pauli, Hamburgo.

Martín nunca ha estado allí, en esa ciudad. Se le ocurre que debe ser así, sin embargo. Tiene mucho tiempo para pensar y es inútil no imaginarse Hamburgo, sobre todo si no se ha estado allí.
Martín piensa en un cuerpo con un muñón al final del cuello, cuando debería comenzar la cabeza. ¿Se puede coser el muñón muy despacio para que todo se quede adentro, para que nada se desparrame?

Una parada de bus en Ciudad Universitaria. El tren que se detiene en Moncloa. El español nunca va a ser yo. Salir corriendo de Madrid y encontrarse con extranjeros en tu país. (Extranjeros + Mi País)^3= Los columpios de Miraflores, al lado de la piscina municipal. Condominios Río de Janeiro #2 en el barrio San Juan.

-¿Y si te caes te recogeré?

II

Basta. Una piscina titilando en el verano. Afuera hace 35 grados, aquí cuarenta. Cuando me despierte me sentiré tan triste que tendré que ir a la piscina y nadar hasta que se me pase. Allí está el argentino. Masajea la espalda de la cordobesa. Ella se deja; siente que el tren se le va. Vos siempre salís a estas horas, ¿viste? Volveré a la habitación y colgaré la pantaloneta en la ventana. Coimbra y Oslo, ciudades posibles en vuelos baratos en aeropuertos semicerrados. Baguette con queso en tajadas y cola. Ojalá a fin de mes.

Ahora me gustan las mujeres madrileñas. Te fijas en los pantalones tubo y en troncos largos delgados cubiertos por blusitas de tiras en los hombros que llegan hasta la mitad de las piernas. Las calles de Lavapiés y la posibilidad de andar mirando los escaparates de los chinos. Tengo una amiga en Londres. Un vuelo que hace escala en Ámsterdam tres horas. Luego tengo clases.



Juan Carlos Rey de Borbón. Doña Sofía. Ministerio de Relaciones Exteriores del Reino de España. Borbón y Letizia. La caricatura de Letizia en cuatro. Hay quioscos en Madrid que venden el periódico de Quito y el de Alemania. Filas de cabinas telefónicas con gente que llora en ellas. Siga, dice el afgano, cabina #54. El teléfono, el móvil, sonará a las siete de la tarde. Aunque hayas llamado antes, aunque no.

Ésta es la rutina: Martín se despierta con los primeros pasos del corredor. Malduerme hasta las ocho de la mañana. Toser hasta que te dé nausea. En la Residencia Santa María del Estudiante hay churros y jugo de cartón. Martín deja el plato y el vaso a medias. Malsaludar, malconocer a los compañeros. ¡Esa mochila siempre te ha acompañado! Sandalias de dedito y shorts. Hoy toca Ariel Rot en el Festival de la Villa. Escuela Diplomática. Buenas y filtro de seguridad. Los rayos x no ven pepa sobre pepa. Al fondo, en un tapiz, los Reyes de España retratados con sus cetros.


III

-Es mejor que regreses, Martín. Total, dos semanas más o dos menos.

La horchata española es lechosa y se sirve con hielo. Allá es infusión en la casa de Eguiguren. Aquí pago seis dólares por tomarme una horchata en una terraza divina, mirando la Gran Vía. Hay canciones de Fito Páez de gente que anda por La Castellana, cuando hace rico frío. Estoy en La Castellana. Bulevar frondoso y edificios. Poetas rumanos durmiendo al filo de la calle. No poder estar ni aquí ni en la casa. Tienes allí una perrita y ella te extraña. Cuídate de guardar ese acento mexicano; aquí todos tus amigos lo son.

Repite que odiaste a tu madre. Lo que no puede explicar Freud lo pueden disolver las pastillas. De noche es cuando me da más miedo. Quiero decir: me duermo en paz, me gusta la hora cuando el sueño me puede y el libro se cae de la mano. Y me voy durmiendo. Pero a veces me despierto cuando aún sigue oscuro: estés o no con alguien siempre te despiertas solo. Sabes que soñaré/si no estás que me despierto contigo. Play off, apaga la luz.

Retrato del joven enfermo: hay dos mil estudiantes en Madrid. ¿Cuántos se sienten así? ¿Los encierran, los tratan? ¿Dónde queda el manicomio de Mondragón? A las ocho de la mañana en un cielo lluvioso de Alemania te despiertó un amigo. “Me duele aquí”, y se señala el estómago. “Vamos al hospital”. Al llegar lo internan. “Peritonitis, se salvó de milagro”, te dicen. Desde su cuarto se ven las nubes grises. Abajo, un parque enorme. Hay colillas a la entrada del hospital. Montañas de colillas que se desparraman de los basureros. Tú no fumas pero ves fumar. Bancas de metal donde es imposible estar sentado más de diez minutos. Vamos al parque, pues.

Residencia Santa María del Estudiante. Una guardia ecuatoriana. “Uf, me regreso ya a fin de mes”. Hay uno de los cuartos, donde el venezolano se tira a la catalana. La pesadilla no termina ahí: la niña no será nunca tuya. ¿Se te para, para empezar? Yo solo quiero caminar con ella hasta la rotonda de Cuatro Caminos, y allí tomar helados. No mientas, quieres que ella se corra.

Lunes o martes de tarde. Almuerzos para proletarios por diez dólares. Resuelto: hay que regresar.



IV

Dormirse no cuesta ni la mitad que despertarse. Querer despertarse es un acto de heroísmo. Bochorno desde las cuatro de la mañana. Capullo envuelto en sábanas que se da la vuelta y suda. Anda camina por el parque. Date las vueltas y verás que te calmas. Date la vuelta con los jubilados que te dicen buenos días. Piensa que paseas un perro o que hablas con alguien que sí existe. Es también una cuestión de actitud: las pastillas no logran que no pienses que todo se cayó. Ciudades llenas de edificios idénticos donde no habita nadie. Peor aún: están repletos, pero nadie te abre.

Degradado en el metro. El tren pasa en 3,2,1 minutos. La chica del otro andén. Algún día van a capturar a los africanos que tienden sus sábanas y venden videos piratas pasadas las siete. El tren pasa en un minuto; bajar por las escaleras mecánicas hasta el fondo. No hay para qué apurarse; apéate a la fila de la derecha porque los que quieren llegar utilizan la de la izquierda. Aeropuerto. Detrás de ti se cierra la puerta del avión. Los corredores están sucios y todos tienen mala cara. Nadie como tú se ha restregado el cuerpo hasta que la piel tenga escamas de sangre. Pepa 1+pepa 2+pepa 3. Ahora pepa blanca. ((Color durazno+color blanco)/hígado bombardeado)= paz de momento. Buenas noches.


V

Pasajeros nuevos que llegan con uno y se pierden apenas aparece la boca de la salida. Martín no se sorprende: Ana no ha llegado. Hay globos y serpentinas. Faltan pitos y matracas. En la maleta, turrón de almendra. La ansiedad dura más de cien años en la cabeza. Por esta vez, no más. ¡Abrazos!

Visibilidad condicionada. Nubosidad variable. Camino a casa no hay minas. El problema sería inventarlas y pisarlas. Como si esa gasolinera de allí, al activar este botón, partiera el barrio en mil pedazos. “Pero qué bien. Te ves más delgado y eso te sienta. Hay que ver cómo te pones cuando te crece el pelo ondulado y te dejas la barba.”

Quiero mirar tus ojos del color de la Cocacola.

La canción en las orejas de Martín. De modo que Martín no escucha nada más que la canción. No-lugares, las películas absurdas del avión.

¿Y si una canción me sostuviera?

Tuesday, September 25, 2007

Raza de vívoras

Los perros de la ciudad empezaron a desaparecer. De un día para el otro amaneció lloviendo sobre Quito, y en los postes de electricidad pública aparecieron pegados con engrudo los primeros anuncios desesperados de los dueños que buscaban a sus bulldogs, sharpeis, schnauzer, a sus chesapeake-bay-retrievers, german-shorthaired-pointers. Uno de los anuncios, empapado de agua, la tinta corriendo a gotas, ponía así:

Me llamo Mimi
(foto dispuesta)
SI ME LLEVAS A CASA
O CONTACTAS CON MI DUEÑO
MARTÍN ADOSSE
2567345, 2469087, 092757256, 096408422
TE OFRECERÉ UN REGALITO DE MIL DÓLARES

No sucedió lo mismo con los perros de la calle que parecían sobrepoblar la ciudad, aunque buena parte de ellos apareciera habitualmente aplastado por los autos en las autopistas o secándose, envenenados con matarratas o con bolitas de naftalina recubiertas de carne cruda de res. Yacían tiesos, con las cuatro patas estiradas, y se quedaban sobre el asfalto hasta que un bus o el viento los arrojara hacia alguna quebrada donde se podrían con mayor facilidad. Aún así, los vivos vagaban por los parques y las calles congestionadas, buscando pescar algún resto de basura comestible.
No mucho después de esto apareció en Quito un pequeño escuadrón de ex dueños de perros caseros. Se limitaban a liquidar a los callejeros descerrajándoles la mandíbula con guantes de cuero y caucho. El escuadrón se inició en un principio como una patrulla urgente de desesperados, pero con el paso de los días y la incertidumbre ya despejada se dedicó a limpiar la ciudad de perros sin rumbo, queriendo con esto procurar el fin de las desapariciones de las mascotas caseras. Y aunque los avisos de Pupi, Beethoven, Boby, Rambo, Nena o Cocoro aparecieran exponencialmente cada mañana, la patrulla exterminadora se aferró a su tarea nocturna más por rutina o pasatiempo que por convicción. Los basureros recogían los grumos de papeles empapados de agua y tinta, y los cadáveres de los perros sin raza.
En cuanto a Mimi, fue la primera perra de casa encontrada. La hallaron todavía agonizando, tirada detrás de una escuela para niños especiales que se ubicaba en el borde de la ciudad. Presentaba rastros de sangre todavía fresca en el sitio donde habían estado sus pezuñas, y una dermatitis especialmente fuerte, a la que le dicen gusanera.
Detrás de Mimi fueron apareciendo los demás perros perdidos. Como en un desierto repleto de minas, la vista daba para miles de animales convulsionando y vomitando, socapados en una nube de moscos. Los perros de la calle siguieron siendo amontonados en los basurales.