Sunday, January 29, 2006

Tarde canaria



A Gabriela


Yo la miro acostada durmiendo. Bajo un sueño agridulce, ella enreda las piernas anchas pero largas, con las sábanas que se pegan. Hay un petirrojo afuera. En el cuarto blanco hace mucho calor. Una pequeña ventana con una rejilla oxidada está abierta de par en par; por ella se divisa una cordillera al fondo; más cerca una calle sinuosa, seca y vacía que se pierde en unos campanarios; y más cerca aún, el petirrojo.

Cuando hace mucho sol y es sábado, salgo de Tenerife temprano y cojo la guagua. Llego en bus a Güímar y me compro algo de beber. En la despensa me siento, me saco las sandalias y miro al piso, lleno de piedras minúsculas que no son ripio. Me levanto, me calzo las sandalias y camino. Entonces espero a que parezca que no hay nadie en su casa. Solo cuando esto sucede, timbro.
Ella aparece. Tiene el pelo recogido y ganas de reñirme. Casi empujándola pero con una sonrisa pequeña me acompaña de vuelta a Tenerife. A eso de las doce estamos allá. Miramos las vitrinas y comemos rapadura. Nos sentamos en la arena.
Yo la regreso a Güímar con algo de tiempo. Nos metemos en su casa y hacemos el amor en su cuarto.

El sol cansa tremendamente. Por eso ella siempre se duerme. Se sume en su sueño agridulce, yo abro las ventanas para que entre algo de fresco, y me pongo a cantar. La cordillera aparece siempre trémula, como si fuese un espejismo verde amarillo. Con tanto calor toda la gente se mete en sus casas, las calles se vacían. A lo mucho se oye un chucho o un pájaro.
Los niños la despiertan. A veces volvemos a hacer el amor, pero casi siempre se apura en vestirse para que podamos ir a la playa. Allí vemos el África. Es una mancha de tierra insignificante, pero ella adora pensar que esta allá, comprándose tules y especias. Yo pienso en comprar un kilo de hachís.
El sol se pone. Volvemos a su casa, saludo a sus padres que ya han llegado, me vuelvo callado, compro otra bebida, me saco las sandalias y soplo las piedras pequeñas que no son ripio. Soplo y soplo, hasta que la sombra floja del atardecer que proyecta mi cabeza en el piso está lisa. Luego me calzo las sandalias, me digo que es hora de volver y decido regresar.

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