Thursday, February 09, 2006

Ojos de Pedro




Como una virgen transfigurada con su propia mutilación; como un pájaro verde, de los que aletean a la velocidad de sus latidos. Como un pájaro verde que se estrella contra una pared y se despedaza.

Toma Uno, Luna Park, 1982. La calidad de la cinta no puede ser peor, alcanzamos a distinguir apenas las figuras sobre el escenario. Bueno. Esperen un cachito. Otro tema de clics modernos. Es el único tema lento que hay y es la gente que está haciendo una valija, de eso se trata. Y hay una persona en otra pieza mirando un televisor, así dura todo el día. Y una persona que en otra pieza hace una valija. Yo miraba. Las manos de Charly García moviéndose largas, con su historia, su coca, tocando Ojos de Videotape. Yo miraba, dos o tres veces se me venían otras ideas a la mente. Que el viaje. Que qué se hace en el país. La maleta. Coger la maltea y largarse. A Berlín. Tan llena que está de movimiento. Aquí no hay nada. Nada de nada, y menos para el Pedro.
El Pedro estaba al lado mío, mirando el concierto en la televisión. Y sin embargo, el Pedro no miraba. Entraba a la puerta de los primeros acordes de la canción, del piano levísimo pero arrollador de Charly, hurgaba en los puntos que se resolvían en una imagen de no más de dos segundos la efigie cadavérica de un Fito Páez de diecinueve años, feliz, aporreando al piano casi como Charly, casi como Pedro hubiese querido ser. Asexuado pero nunca más sexual. Flaco, silente. Entonces tan mariposa como el mismo Pedro, tan gay como él, como una virgen transfigurada, como un pájaro verde conmovido por ese impacto. Y esperando, sonriente, la llegada de la democracia. Que Pedro y yo la teníamos. Que no la queríamos. Estábamos en la habitación del otro lado, mirando la pantalla, mientras se hacían y se deshacían maletas, valijas, mochilas.

No era demasiado lo que hacíamos cuando nos juntábamos. Siempre el VHS, el cassette desgastado que habíamos podido conseguir, sentados cada uno en el puff, mirando el techo húmedo de la bodega de su casa, que se convirtió en lugar de proyección de rock argentino. Por allí desfilaban todos. A todos los vimos: al Flaco Spinetta con Almendra, a la Máquina de Hacer Pájaros evadiendo la censura infame de aquellos años, a un Aznar cuya voz, más amariconada de lo que él mismo hubiese querido, seducía secretamente a Pedro. A Fito en Montreaux, batiendo sus brazos, a los Piojos en el Gallinero de River, a Serú Girán.

Pudo haber sido sinergia. Un deseo mutuo, que por azar se cumplió. El caso es que siempre que volvía a casa, tomando una cerveza con él por el parque de la Carolina, se juntaban unas nubes avizoras. Y permitían imaginar una ciudad en la que no estábamos. Con ese edificio de fondo, macizo y patibulario, que nos hacía pensar en las grandes construcciones abandonadas de Berlín. De lejos el edificio se miraba espléndido, el objeto del deseo. De cerca leíamos que se llamaba CCNU y era el lugar más triste de Quito.

Recuerdo que cuando a Pedro me avisó el resultado de su sospecha, estábamos tratando de pegar la cinta que se partió de un concierto clandestino que hicieron Sui y Gieco en aquellos años de persecución en un galpón cualquiera. Terminó de ajustar el tornillo que unía el armazón del cassette, lo etiquetó con un nuevo sticker, y me anunció que con lo que le pagaron por los diseños de publicidad se iba a Alemania.

-Prefiero morirme en un tugurio sidoso que en los brazos represores de mi vieja –alcanzó a decirme.
En pocos días se deshizo de lo que no le hacía falta (ropas, equipos de música, proyectores), compró un IPod, metió en ese aparato miles de miles de canciones, retiró sus ahorros. La noticia se corrió como reguero entre nuestros amigos que, mientras más seguros estaban de la veracidad de la sombra que se le pegó a Pedro, menos lo visitaban, menos les interesaban sus viejos LPs y sus discos imposiblemente raros. Pedro dejó de llamarme para que viésemos conciertos juntos. Fueron unas dos o tres semanas.

Un sábado de tarde apareció una amiga en mi casa. No teníamos mucho que hacer, entonces la desnudé y empezamos a acariciarnos. De pronto sonó el teléfono. Era Pedro. Estaba en el aeropuerto.

-Me voy –me dijo. Recoge los videos que te dejo en mi casa, antes que mi mamá les bote a la basura.

No dijo mucho más. Lloré un poco. Nos vestimos, salimos de mi casa, compramos unas maltas para el camino y entramos al Parque la Carolina, con dirección a la casa del Pedro. El edificio del CCNU estaba a mis espaldas. Me di la vuelta. Habían pocas nubes. El sol quería abrirse en una tarde canaria. Y miré. La mitad del edificio estaba teñida de un azul claro. La habían pintado. Era parte del proceso de restauración del centro comercial. La otra mitad seguía inerme, tácitamente berlinesca. Sucia, casi rota.
Creo haber escuchado un avión que se alzaba, y me di la vuelta, caminando lento hasta la casa de mi amigo.

Labels: