Tuesday, February 21, 2006

Pin de Bob Marley





A María Luisa, que me regaló la idea y el pin




1


Prefiero pensar que estabas allí sentado cuando yo llegué. Que esperabas, haciendo maromas con el papel o jugando a ser espadachín con un esfero. Que dejabas todo esto para observarme apurada, con mi blusa mojada porque no había tenido tiempo de secarme el pelo que me cae larguísimo por la espalda. Hay un motivo suficiente para verlo así: saber que podías halagarme con un poco de libertad que no pudo estar allí. Pero no; llegué primera, puntualísima, la sonrisa insípida en mi boca, que todavía nada quería decir.


No esperaba encontrarte en la universidad. En la suma extraña de escaleras Bauhaus, piletas renacentistas y salones barrocos. En la arrogancia y el desorden de los edificios, de los nuevos autos de mis compañeros de colegio. En los tabacos babosos de mis inicios en el fume. Tampoco es que me cambió la facha. Seguía usando los all star y los jeans raídos. Los aretes del Cusco, ¿te acuerdas?, el anillo de gusano en mis manos pequeñas.

En clase de fotografía estaban hablando de la luz. El tema no me interesaba demasiado; para entonces había resuelto buscar una claridad espesa para mis fotos de campo. Estaba sentada haciendo un barco con una hoja de cuaderno, que mi hermano Andrés me mostró. Pensaba en que mi bic podía ser un sable cuando quisiera. Pero tú nunca aprendiste a ser correcto. Tiraste la puerta de entrada, la clase se calló, corriste a buscar un sitio, que justamente encontraste en el puesto de atrás. Dejaste el carril entre las dos sillas, la tuya y la mía. Abriste el cierre para dejar tu walkman y sacar un cuaderno nauseabundo, lleno de rastros melosos, casi sin hojas. De tu pecho salía un tenue olor a húmedo. De tu bolsillo se cayó una especie de moneda, un pin, con la cara de Bob Marley en su más grave intoxicación, y tú clavaste su aguja al lado de un parche que decía Pearl Jam. Te fijaste que no pudiera desprenderse, dándole unas pocas vueltas y te metiste el esfero a la boca.

Tu respiración estaba agitadísima. Necesitabas aire con urgencia. Poco a poco se fue tornando lenta. Lo sentía en mi nuca, entre el cuello y la parte posterior de mi lóbulo. Cerré los ojos.





2


El aire tibio como una mano en el cuello, como una mano en el pelo. El aire tibio en mi nuca llegando por los costados del cuello, no por el centro porque el pelo largo lo impide. Sentada esperaba tu llegada. No por otra causa sino por saber que, de las pocas sillas libres, la anterior a la mía era la mejor opción. Y no porque yo estaba allí, sino por la fláccida fuerza de la costumbre. A veces me levanto y me pongo primero mi babucha izquierda antes que la derecha. Otras veces me miro al espejo y abro los ojos negros hasta desperezarme en el acto. Entonces te pensaba, porque sentía la fortuna de la costumbre bajo mis manos. Créeme, no fallo, al menos la silla.

Poco demoré en verte. ¿Qué hacías la víspera del estreno del teatro de la universidad, a las seis y media de la tarde, sentado, esperando, en las gradas? ¿A quién esperabas? No podría haber otra razón ni ser otra persona; es más, en el poco mundo que se nos ofreció para vernos (y, como decías citando el poema, me acuerdo) mutuamente espiados desde el fondo, ya lo intuí secretamente, pero no lo dije ni para mis adentros. No había sospecha ni miedo. Solamente la certeza de que nada es perfecto, ni aunque se emperre en serlo. Yo sola, tú esperando a alguien más. Matherfocker pensé entonces. Ya sabía. No estaba ni loca ni equivocada.

El crimen es cosa de pensarlo pocos segundos. Sino te agarran con el muerto. Resulta obvio justificar por qué no tengo idea del tema de tu exposición en clase. ¿Cartier Bresson? ¿Man Ray? ¿Paisajismo? Tu correa del pantalón estaba suelta, colgaba y se movía contigo a la altura de tu bragueta. El borde de metal del cinturón de tela te brillaba. Me gustó el vaivén de la correa. Pero preferí ver tus manos pequeñas, demasiado (mis manos), y tus rulos chistosos mientras algo pronunciabas. Bendije la precisión del Tavo, que quería saber qué pensabas de no se qué, y que tú te viraras y yo desapareciera de tu ángulo de visión. Uy se me cayó el esfero dije, salté de la silla, me
puse en cuclillas, pensé en que era imposible que se me viera el calzón desde atrás, igual qué mierdas, y casi sin haber reparado en todo aquello, tu mochila estaba en mis manos. Le di la vuelta a la tela del bolsillo y zafé la aguja, que emitió un sonido bonito, y me acordé por un instante de la escena de una película en que una torera se pone su atuendo, antes de ir al ruedo. Primero se sujeta bien el pelo y luego se ciñe el vestido con la ayuda de unas agujas bastante más largas y menos filudas que las del pin, que ya tenía en mis manos. Las agujas sonaban en el contacto con el traje. Era un sonido cómodo, más que un ruido lindo. Para todo esto, ya estaba en la silla. Con el pin.

No creo que pasó mucho tiempo. El prudencial; como para que te dieras cuenta que me gustaba tu respiración mientras se iba atenuando lentamente. El prudencial, como para que me diera cuenta de que me sudaban las manos cuando oía la silla de atrás rechinar. Pero los tales turning points no son jamás los de las historias. Aquí no se le cayeron los libros a nadie para que el otro los recoja. Ni hubo casilleros que no se podían abrir. Fue premeditado, y además casi nada accidental. Solo aproveche un descuido tuyo, uno de los miles, pudo haber sido los tres esferos que dejabas botados en cada clase o inclusive una de tus burdas caras de sorpresa al enterarte que había examen. Esta vez fue tu
walkman. Los audífonos. Te levantaste, urgido por ir al urinario, supongo, un nanosegundo después de que el Matías terminó con la clase. Los cables se sujetaron a la silla, o más bien, se quedó esa pepita que te pones en la oreja, entre el respaldar y el

asiento, justo cuando este último quería plegarse después de que te levantaras. ZZZZZiPPPPPP se oyó (oí yo), y puteaste. A nadie le intereso tu mala suerte en ese instante, o es que todos tenían clases y se querían ver apurados (también yo tenía), pero agarré la circunstancia (que paciente esperaba), y dije la primera barrabasada: “¿Qué estabas oyendo?” Y con justa razón, con todo el derecho, levantaste la cara, se te movieron los churos, me miraste desecho y me dijiste Silverchair ya cuando te estabas largando.



3

Poco importa ya lo que siguió inmediatamente. Acaso la buena suerte de poder volverte a hablar después de mi fallido debut. O que una de tus primeras frases conmigo fueran oye, me gustan tus fachas. ¿Cómo es todo esto, no? Siempre te acuerdas del principio y del final del hilo, no del condumio. O de él muy pocas veces. Porque casi siempre se da lo mismo, esa búsqueda que termina por llevar al instinto. Que fue lo que nos sucedió. Yo, de puntos medios o condumios (ya se, la palabra esta fea) solo me quedo con una imagen, a mis tímidos pero gloriosos dieciséis, de una tarde de malabares en el Ilaló. Poco de bueno, mucho hippie. Pero un sol enérgico y un viento despostillando los trigales que estaban cerca. Un hombre cerca mío (era solo un chico) que me besaba. Tenía mi edad. Y unos jeans raídos y unos all star tambien. Y sus manos dentro de mi blusa. Y después, sus manos dentro de mi sostén. A mis dieciséis, allá, apartados, cobijados, ocultos por trigales. Y las frases suaves y la sinceridad reconocida luego de años de babosos y pervertidos. Y la timidez, que siempre es sinónimo de metedura de pata. En este caso, las manos tan frías. Pero yo, afligida por admitir querer ser violentada, me miraba desde lejos, miraba con ojos chinos el sol y las espigas regadas, y decía que ya nada esta mal, y que no vale afligirse, y entonces besaba también.

Y sí, aquí el final del hilo importa. Para ti más que para mí porque yo lo sé. Tengo que volver a los montes. Ahora al Pasochoa. Te fuiste de veraneo a no sé dónde en vacaciones de navidad. Yo no te iba a llamar. Esperaba que llegases y me buscaras. Es bueno emperrarse y contenerse las feas ganas y observar, con efecto de ansiolítico, sentada, si el otro reacciona. Pero antes que lo hicieras decidí trepar con amigos (que son tus amigos) el Pasochoa. Volvimos tarde, eran las siete y pico cuando, con linternas, miramos el refugio. Yo busque los fósforos en mi mochila. Nada más. Pero a la mañana siguiente, el pin ya no estaba. Se había ido, o se pateó el Tavo o el Javi se enredo en un árbol espinoso (él cargaba mi mochila, repleta de botellas de agua y tofis), y allí quedo el pin, agarrado a un espino o a una hoja. Busqué, pero no mucho. No se me hizo difícil darlo por perdido.

Tú estabas ya en la silla cuando llegue a clases. Habías llegado hacia no mucho, lo podía sentir. Tanto como un calorcito insufrible, aquí, en el cuello, justo entre el lóbulo y el límite del pelo. Estaba tibio y mi piel, allá, se empezaba a humedecer. Me dio asco. Por eso te dije que te buscaras otra silla, que estaba harta de no poder atender porque tenía que oírte jadear como perro. Que me daba asco. No te lo imaginaste nunca. Pero tampoco yo. Créeme.

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