Tuesday, February 12, 2008

Seguridad Nacional


Atención: El documento presentado a continuación, de numeración JCS-2128, fue desclasificado por orden del Presidente Constitucional De La República, después de haber desestimado la importancia del vigilante, del vigilado y de la actividad que este último realizaba, considerada hoy irrelevante para la seguridad de nuestro Pueblo (con mayúscula).



xxxxx, 12-02-xxxx

Muy señores míos:

Encontré al doctor Miller sentado sobre un cojín desgastado en un taburete al final de la barra. Sus piernas cortas no llegaban al suelo, por lo que los zapatos pulcros, cuyos cordones formaban lazos simétricos y balanceados, daban la idea de estar jugando con la pequeña sofocación que le producía tomar un capuchino con sorbete.
Debo decir, sin embargo, que lo que más destacaba del doctor Miller a la distancia era su cráneo, que parecía haber sido pulido con el afán de una bola de cristal suspendida en el aire, cayendo a gran velocidad y brillando como solo suelen hacerlo los cristales antes de despedazarse. Su cabeza parecía un farol que captaba y emitía la poca luz que relumbraba en la esquina del café donde todos los martes, jueves y sábados llegaba para pedir “dos capuchinos; el segundo en treinta minutos…y un sorbete, por favor”. Puesto que sus brazos eran anchos y sumamente cortos, era casi imposible evitar una mirada caricaturesca hacia aquel hombre que inclinaba su calva hasta que su nariz prácticamente topara las palabras impresas de los diarios anglosajones y sus extremidades sostuvieran lo que se asemejaba a una enorme sábana blanca que estaba por devorarle. De lado del montón de periódicos apilados aún por leer, una tacita blanca medio vacía y un sorbete.
Casi nadie cayó en cuenta de la figura del doctor Miller hasta que su ausencia comenzó a hablar por sí misma de manera abrupta. Si no me fallan los cálculos, el doctor Miller acudió al sitio un total de 1871 veces en 13 años, tres veces por semana, con la excepción de aquélla en la que el local tuvo que cerrar por muerte de propietario. Nadie debió reparar en aquella figura, en principio risible y luego abiertamente hostil, de un hombre de cráneo amplio, nariz aguileña y brazos regordetes que traía la prensa escocesa, londinense y de la costa Este de los Estados Unidos, para leerla con una paciencia que evocaba el lento paso del tiempo en algún litoral irlandés. Nadie debió reparar en la mecánica construcción de sombras y luces tenues que se repartían en esa esquina. La costumbre da paso a una extraña forma de olvido, cuya única interrupción puede ser la aparición de la ausencia.
Quiso la suerte que fuera yo a quien me fueran confiados sus últimos manuscritos. No poseo la habilidad de discernir sobre su calidad o valía; menos los aportes que éstos pueden hacer a la literatura del desarraigo. Lo que sí sé es que la confidencia y la amistad vertida valen al menos algo más de lo que me fue asignado para inquirir acerca de sus actividades fuera del país y sus eventuales próximas publicaciones. Al no tener ningún resguardo confiable donde dejar el borrador de lo que se leía como un recuento de su vida, he decidido echar los folios a la pira, donde difícilmente podrán ser reconstruidos.

Me excuso por no haber podido escribir anteriormente.

Suyo, sinceramente
Lautaro B.