Wednesday, August 29, 2007

Orilleo

Lo que más quisiera recordar de la madrugada del tres de marzo de 1936 son las voces dispersadas del puerto de Hamburgo. Los murmullos como canto del yíddisch –parecían secretos, casi-, el suave alemán de Bohemia, las risas fragosas, de astillero, de los marineros y sus putas. El orilleo del río. Del resto, del traqueteo y apuro de hombres sudando por el peso de las valijas de cuero que cargaban, de mujeres arrastrando a los niños, elevándolos del suelo mojado y rompiendo el viento –sus falditas que se inflan, como globos; sus pantaloncitos bombacho insuflados de aire-, no requiero acordarme.

Mentía. Porque de sus sonidos y llamadas, de sus voces inquietas que buscaban el equipaje, llamaban a sus hijos perdidos, se despedían sollozando casi en silencio o dando de alaridos sin querer separarse, de sus muchos acentos pulidos en estepas y bosques y en algunos fiordos o valles, de todos ellos era inútil despegar sus propias imágenes adheridas, el paisaje indisociable que con las palabras dichas se convocaba. Las chimeneas de las calderas chirriantes en barcos anclados, cómo no aludir a su imagen cuando se las nombra.

Y continuó: 72, Rosengartenstrasse. Amanecía pero era imposible encender la luz. Habíamos estado despiertos desde la primera casa que fue allanada en nuestra calle. Entonces los golpes de cañón en la puerta, los perdigones estampados en la madera. La tapa del subsuelo que se abre e inyecta algo de luz. Los cuerpos desparramándose desde la pared, los vi. El viento con olor a pescado del puerto sopla desde una ventana abierta. Y salgo desde ella. Y pienso en no haber visto, en caminar hacia esos bisbiseos que se oyen en el puerto. Hasta que se vuelven más claros y distinguibles. Y suenan las calderas, el alemán de Moravia, de Bohemia, las anguilas atascadas en los callejones del Elba. Las naves que ya zarpan con las voces.

Me dice, ahora ciego. Y empiezo a creerle.