Tuesday, February 21, 2006

Variable


Nos sentábamos más o menos a las dos de la tarde, en el parque, bastante cerca de la iglesia, bajo un árbol que daba apenas una sombra raquítica, los jueves y sábados. Yo, por entonces, andaba muy metido en eso de la vanguardia y lo que muchos expresaban también con la palabra underground. Nunca entendía del todo esa onda. A ratos sí que me entusiasmaban las nuevas formas en sus trapos o ropas, los milagrosos bares con buena música, escuchar a The Clash y Babasónicos allí, poder discutir las inquietudes que constantemente me habían roto la cabeza (el ser-diferente, el ser-otro como alternativa para ser), o pensar con ellos en voz alta en Barcelona, en la Naranja y en mi fijación eterna por Chagall. Pero a ratos los veía indistintos, abrumadoramente similares, y no solo entre ellos, sino también similares a los demás que me podía encontrar apenas daba un paso fuera de mi casa, o en una clase de administración de la universidad.
Como andaba under, bien sugestionado y ya algo perito en las movidas paralelas, también leía cosas por el estilo. De esos meses guardo irrevocablemente el gusto eterno por Ray Loriga y Jack Kerouac, sus viajes y su sinceridad brutal. Leía no poco y oía mucha música. Me iba al cine solo o con quien se pusiera y creo que entonces ya me había olvidado del sexo, que era otra de mis generosas inversiones de tiempo. Y en esas vagaba cuando entré al taller.
Como dije, nos sentábamos a eso de las dos, no más de unas seis personas, incluyendo el Alejandro, que se suponía tenía que ser nuestro director de lecturas.


El N. apareció un sábado, justo antes de que nos abriéramos. Yo creo haberlo visto antes, precisamente rondando por el parque o cuando corrían los coches de madera y el municipio sacaba las tarimas y había fiesta barrial. Nos preguntó si podía sumársenos al taller, nos explicó que nos había observado y oído, y que le interesaba mucho la literatura. Y que escribía.
Nosotros dijimos por supuesto, que entrara, que aquí los que quieren se nos colan, pero no fue tan sencillo. Ya nos conocíamos desde hacía un par de meses, e incluso tres de ellos vivían por mi casa. En consecuencia, abrir la complicidad y la palabra a alguien que se había aproximado sin que ninguno lo conociera antes fue un difícil ejercicio de generosidad. Que de todas formas lo hicimos.
La primera entrega que hizo el N. de un texto suyo fue a propósito de cualquier inquietud que nos hubiese quedado después de la lectura de “Casa Tomada”, de Julio Cortázar. Cuando se lo entregó al Alejandro, ya se notaba que era un texto bastante más largo que los que el resto acostumbrábamos a escribir. Pero si realmente algo nos llamó la atención fue su contenido, aparentemente originalísimo y bien redactado. El Alejandro se entusiasmó.
Esa misma noche le vi al N. en el Aquelarre. Llevaba un abrigo largo, unos zapatos cafés de cuero bien sintético y una especie de boina vasca. Yo andaba en líneas ese rato pero, aunque me cueste por eso recordar su aspecto físico –su nariz de canica, rojísima y forrada de acné, sus manos que sudaban y tenían pelo hasta en los nudillos-, me quedé con su imagen evasiva. El N. me vio, hizo una mímesis de sonrisa agenciosa al mismo tiempo que volteaba su cara para prenderse un Lark, y se hundió en la penumbra mientras se oía Velvet Underground. Yo, por mi parte, apenas tuve segundos para reconocerlo. Estoy casi convencido de que ni siquiera recibió mi saludo con la mano desde no demasiado lejos (no vio; no quiso ver). Pero su suerte no fue tan grande, y volvimos a toparnos en la barra, cuando iba a retirar una cerveza que un amigo había dejado en el congelador. Esta vez el N. me miró, se le fueron los ojos a mi flanco contrario, pero volvieron intensos, acompañados de pequeñísimos movimientos de cabeza de arriba abajo, y me lanzó su mano pequeña y mojada.

- Qué más ve –me dijo


El lunes, en un paréntesis entre hora y hora, fui a dar una vuelta por la biblioteca de la universidad. Debo decir que no buscaba nada específico; en ese momento no me agobiaba ninguna tarea, ni andaba a por alguna novela porque había dedicado la gran mayoría de mis esfuerzos literarios a retomar y terminar un viejísimo “Ulises” que mi abuelo legó a mi hermano mayor y que, aunque adoraba la pasta vieja con letras medio góticas en un papel amarillento con unas manchitas de moho, no se lo llevó el día que decidió irse a probar suerte en Brasil, donde andaba su novia. Me perdía en los pequeños túneles-puente que son las estanterías, esos abismos angostos, hojeaba algún ejemplar que se me antojaba, leía un pequeño segmento, y lo volvía a su lugar.


Para el jueves siguiente escribí un par de escenas con dos mujeres hablando a gritos, paraguas en mano, en la calle, mientras las gentes pasan a su lado y casi ni las regresan a mirar. Me gustó aquel relato de sobremanera porque creo que dibujé más o menos precisamente las contorsiones de sus cuerpos, sus gestos. Las dos llevaban una actitud beligerante hacia la otra, pero había, además, una insinuación de sometimiento por parte de una. Una propuesta de enamoramiento. El Alejandro dijo que no estaba demasiado mal, pero que faltaba más acción, menos lenguaje. De todas formas, mi relato apenas se tocó. Y en cambio, al texto N. le dimos casi tres horas. Y era un coloquio de dos: el autor y el director de lecturas. El cuento no era más que una historia urbana, con ínfulas de épica, de dos universitarios que se enamoran y pierden la cabeza y su amor en manos de una vanidad esnobista, orgullosa y un tanto siniestra. El personaje masculino daba, al final, una alerta suicida, y ella se perdía en Holanda, de mesera.
Pero el Alejandro se sintió tocado con la “poética configuración del orgullo”, su “sensibilidad abrumadora” y su “lirismo armónico”. Entonces empezó el cambio de impresiones. Tuve la sensación de que se hablaba lo mismo, tal vez con ligeras variaciones en cuanto a la construcción sintáctica, pero todas las palabras llegaban a un punto: mi gran historia, mi cuento perfecto. Con su final turbulento (el trágico matiz de lejanía y riesgo).


Cuando regresaba para la casa, sí, medio tristón y bien cabreado, repasé la épica N. Algo allí me sabía familiar; habían estos dos personajes, su amor (personaje lamentablemente principal) y el destierro holandés. Volví y volví, casi media hora, sobre la idea de la historia, incluso me sorprendí en un estado de trance mientras estaba pujando en la taza, pero finalmente di con la señal.
Esa misma tarde había quedado con una gordita en tomar helados. Y, en rigor, era una tarde de helados: despejada, movida, y esa sensación en uno de cómo que tienes la obligación de salir porque sino te pierdes algo importante. Algo importante en un jueves por la tarde. Además esa gordita no es que no me atrajera. Pasaba, por lo general, buenos ratos con ella. Pero en esas no se despertó el compromiso en mi mente. Tomé un bus, los minutos se hacían largos, con esa elasticidad pasmosa que tiene el tiempo, me bajé, clásico, al vuelo, corrí como desquiciado (me pidieron la identificación al entrar) y cuando llegué a la biblioteca alguien ahí dijo en tono solemne.

- En tres minutos se cierra, señor.

Fui al estante de autores ingleses y lo encontré. No me falló, aquí andaba la pista. Llegué a la cita acordada cuarenta y cinco minutos tarde, pero con el libro en la mano y unas ínfulas bufas, caricaturescas, de aplastar el ego del N. No la pasé mal, hasta creo que hablé de más, y mis ansias eran tantas que salí de la heladería corriendo para mi casa.
Y claro, la prueba. No había reparado, pero el libro de cuentos completos era de un tal Daniel Mc Intyre. Absolutamente trascrito, palabra por palabra. Lo releí muchas veces, de la hoja que N. nos había entregado a cada uno de los del grupo, y del tomo que saqué de la biblioteca, una edición penguin de fines de los sesenta. Absolutamente trascrito. Con excepción de que ella, su ego, su vestido particular, su altura, su cuerpo monumentalmente descrito, su amor a cuestas, no se perdía en Holanda. A mí me pareció esto un detalle menor, un descuido.

Para el siguiente encuentro del grupo, el N. llegó primero. Yo, segundo. Quise no iniciar una conversación con él porque me parecía algo podrido estar hablando sueltamente y, en minutos, acabarlo con la prueba. Lo único que hice fue, después de saludarlo, preguntarle qué estaba leyendo, y después que me respondiera, esperar a que me preguntase él en qué estaba yo. Y me preguntó. Entonces saqué el libro que traía y se lo mostré. El pasmado no fue él, sino yo. Con su inmutación. Lo revisó y comentó brevemente su contenido. Algo como lo estático de sus personajes y su indecisión.
Alejandro llegó y empezamos a leer el relato de uno de los compañeros. Le presté muy poca atención, pues no sabía cuándo empezar a atacar y de qué manera lo iban a tomar los demás. Se acabó el primer cuento, tenía que seguir un último, pero el que lo tenía que traer para ese día justamente había faltado.
Antes de que me pusiera en posición de ataque, el N. sacó de, bolso café, un carril de cuero de los años cincuenta, unas hojas. Nos las repartió y dijo que, en vista de que no llegaba el compañero, él adelantaba su turno. Lo leímos todos, sabiendo ya de su aparente ingenio literario superior, en silencio y concentrándonos excepcionalmente.
Por poco y me caigo. Ya había leído el texto. Era de algún escritor latinoamericano, creo que venezolano. Seguí línea tras línea, con la vista medio espesa y ya nublada, del esfuerzo. Todo igual. El final, tibio, que nunca me convenció; las personas y sus nombres. Descubrí, para su colmo, que el mismo Alejandro, nuestro director de lecturas, había apartado las hojas de sus ojos y, mirando a un árbol, repetía con los labios ciertas partes de la historia.
Antes de empezar con el comentario a continuación de la lectura, me percaté de algo. Estaba seguro de que el texto original decía: “Pedro fue adonde Laura”. Y aquí, en el cuento N.: “Pedro no fue adonde Laura”. Me hervía la sangre. Decidí dejar por un momento al grupo e ir a tranquilizarme. Cuando volví había un gran debate. Se trataba del tema de la conjetura., ý ésta dentro de la misma conjetura que es la literatura. La suposición. Aunque no fue, qué habría pasado si hubiese ido.


Entonces me senté. Miré hacia abajo. Mis zapatos medio rotos, mi maletita morada de notas, el libro de la biblioteca, la cámara de fotos y el walkman. Me metí en la discusión, que se acabó, como se estaba haciendo costumbre, una hora más tarde, y volví, en silencio, directamente a mi casa.

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