Sunday, February 22, 2009

Ciclovía


I

En un sábado de abril recibí una llamada de mi madre. Con la voz entrecortada me informaba que mi papá tenía una amante. “Tienes que venir a ver esto”, me dijo. “Durante 40 años tu padre ha tenido otra mujer”.
En un sábado de abril fui a la casa de mi prima, donde mi madre se había atrincherado, leí una carta cursi en la que mi papá le decía a una mujer que la deseaba desde la adolescencia, llegué junto a mi madre y mi hermana de vuelta a la casa y le ayudé a mi papá a empacar sus cosas. Fue la primera noche que dormí en un techo distinto al suyo sabiendo que estaba en la misma ciudad.
Al día siguiente, domingo, un gato apareció debajo del auto de mi madre. Me mordió el dedo anular cuando intenté retirarlo de ahí. Por la tarde se murió.
Había llovido todo el fin de semana.
El lunes, antes de levantarme, sentí que debía hacer algo. Así que agarré la bicicleta vieja que mi papá había comprado en una feria de artículos usados de una embajada.
Quizá deba detenerme en la bicicleta.

Cuando la trajo a casa, era un aparato negro descomunal que sobrepasaba mi estatura. Tenía el asiento destruido, de modo que los resortes saltaban por encima de las esponjas. Mi papá no se molestó en cambiar el asiento por otro nuevo, sino que se las arregló para conseguir un forro que contuviera toda la materia que se estaba desbordando. Tenía, además, un canasto rectangular de metal a cuadros en la parte de adelante, lo que le daba ese aire de vehículo de suburbio en primavera. Mi papá la desempolvaba todos los domingos y se iba al parque a lanzar la pelota contra el aro.
Esta vez fui yo quien retiró el plástico negro del balcón del departamento, sacudió con un trapo los trazos de polvo que se habían acumulado durante una semana, comprobó la dureza de las llantas y se echó a andar. Ya no tenía el canasto floral y, por toda seña, había envuelta en su armazón una protección de poliéster que había llegado en mi Bmx de regalo de diez años. La bicicleta parecía vendada. Eran casi las ocho de la mañana pero parecía que hubiese estado lloviendo todo el día, con las nubes tan cerca del piso que apenas se podía ver la línea que separaba la acera de la calzada.
El parque estaba a unos quince minutos de la casa a buen ritmo. Para llegar tomaba una calle pequeña en contravía, la seguía alrededor de tres cuadras hasta que se acababa, viraba hacia la izquierda y andaba sobre la calle del Colegio Francés hasta desembocar en una gran avenida. Entonces subía por un puente peatonal espiralado que descendía directamente hacia el tramo de la ciclovía del parque, un angosto carril asfaltado que circunvalaba con varias bifurcaciones las más de veinte hectáreas de jardines, bosques y vergeles que florecían en medio de la ciudad.
La primera etapa de la ciclovía consistía de una ruta que bordeaba las canchas. Del otro lado, del lado de la calle angosta que se apeaba al parque por un tramo, se asentaban algunos puestos de comidas y una oficina de correos. Antes de llegar a la esquina podía ver desplegada una inmensa valla de una mujer en traje de baño.
Quizá deba detenerme en ella.

Era una mujer morena, maquillada de tal forma que sus rasgos –ojos negros, cejas finas- resultaban sobredimensionados. La mujer estaba tendida de pecho en un piso gris claro y sostenía su mentón con las dos manos. Los codos apoyados al piso, los pies entrecruzados. Tenía puesto un bikini fucsia casi mínimo, que embalaba su espalda y sus enormes y aceitadas nalgas. Cuando pedaleaba por aquella parte del parque me detenía a mirar a la mujer hasta que los manubrios de la bicicleta requerían atención de nuevo.
Aunque a veces no me daban las fuerzas o me sobraran las ganas de pedalear y pedalear hasta que mi casa, la ciclovía y la pequeña calle desaparecieran, cumplía religiosamente la regla de dar dos vueltas al parque. Así que veía a la mujer de la valla dos veces.
Luego volvía a mi casa, me duchaba, me vestía y salía. No volvía hasta que se hiciera bien de noche.
La bici se quedaba en el puesto donde mi papá guardaba su auto.
Todos los días así.
Cuando mi cuerpo comenzó a cambiar, mi madre decidió que ya era hora de perdonar a mi papá. Pero esto yo aún no lo sabía.



II


Mi papá no había podido dormir toda la noche.

-Tanto más da –le dije en el teléfono. Pase lo que pase.

Porque la noche anterior, mi madre, luego de pensárselo, decidió que quería volver a ver a mi papá. “Tal vez le perdone”, me dijo que le dijera, y me pidió que lo llamara y le citara para una especie de consejo familiar en casa de mi prima. Desde luego, mi papá dijo que estaría ahí puntualísimo.
Había tenido ese sueño espeso del que le fue difícil salir. “Apenas me levanté fui al baño a enjuagarme la boca y quitarme las babas secas”. Fue entonces cuando me llamó. Y yo entré despacio a la habitación que había sido de los dos, agarré el teléfono y me lo llevé para mi cuarto. Mi madre seguía dormida y seguiría durmiendo hasta bien entrada la mañana.
Después de hablar con mi papá fui al cuarto de mi madre. Me quedé mirando cómo dormía. Luego me vestí y salí al parque. Pensé que tal vez ése sería el último día en que la bici estuviera en el puesto del auto de mi papá. Luego habría que volverla a la terraza, y todas las mañanas bajarla desde allí hasta la calle, pasando por la sala de estar y la cocina. Habría que limpiarla, también. A mi papá no le gustaba que la bicicleta estuviera llena de polvo. Y dejar de utilizarla los domingos, cuando la usaba para irse al parque y jugar básquet.
Noté que había llovido la noche anterior. Las calles estaban limpias, como lamidas por el agua. Había todavía poca gente afuera y más frío, acaso por la lluvia anterior.
Andaba ya pedaleando por el parque cuando me percaté del inmenso rótulo que había al otro lado de la calle.
La mujer de las aceitadas nalgas había desaparecido. No supe cuándo la habían desmontado, ni por qué en lugar de ella colocaron a otra mujer, parecida pero no exacta, que no mostraba unas aceitadas nalgas embaladas por un bikini, sino que se agarraba con sus dos manos unos pechos blancos que parecían explotar. Ella, pelo rubio ensortijado, sonreía con una mueca de complicidad. Al fondo de esa imagen sus piernas se desvanecían.
La mujer ya no está, pensé. La mujer ya no está y esta noche mi papá va a pedir disculpas. Volverá a la casa, si mi madre quiere, como quien vuelve después de un viaje largo y desgastador. Volverá, ocupará su puesto, me verá salir las mañanas a ciclear. También verá mis músculos que se han formado. Me verá, desde su habitación, salir temprano por la mañana a retirar la bicicleta y volver bañado de sudor. Aunque tal vez esto no lo haga porque ya se habrá ido al trabajo.
Miraba a la rubia, sus senos constreñidos.
Y aunque mi papá no volviera, pensé, y aunque ni esto ni nada de lo que he dicho él lo haga porque es probable que él no regrese, y yo siguiera viniendo acá sin que mi madre lo perdone y se tenga que seguir quedando en casa de mi abuela. Aunque mi padre se vuelva un oso viejo y débil, exiliado y adolorido por el error que cometió, la vuelta, las dos vueltas que cada mañana doy cuando salgo de mi casa con la bicicleta, todo ello no va a ser ya lo que fue antes. La mujer ya no está y pronto me olvidaré de que alguna vez ella estuvo allí. Seguiré dando vueltas por el camino enarbolado al margen de la calle y, con todo, esto me parecerá disímil y hasta nuevo, poco aprendido, un paisaje cuya evocación me es incierta o más bien nubosa.
Miraba a la rubia.
Miraba a la rubia en medio de la ciclovía. Y quizá me detuve mucho tiempo en ello.
Porque mientras la miraba tembló el manubrio. Pareció resquebrajarse, la rueda anterior aleteó, se perdió el foco de la mirada, la carne amplia desapareció de mis ojos y fui a dar de bruces con la brea, mis manos restregadas contra el piso negro y el forro de la bicicleta negra perdido en el césped. Con la fractura de la rodilla y el codo derechos, no fue posible que acudiera a la casa de mi prima.
Esa noche, después de haberse reunido, vinieron a verme al hospital.