Thursday, March 23, 2006

Arquitectura de una mujer en la ventana



Que se mira en el reflejo desigual del vidrio. Y se sabe de espaldas, ocasionalmente inquieta por su vulnerabilidad. No hay mucho más que decir alrededor de ella, del cisma en el paisaje a los ojos de un hombre que entra a un edificio universitario, gira a la derecha sube las escaleras, está o no el hombre con alguien, de hecho lo está, pero su compañía resulta irrelevante en su visión construida del escenario. No hay mucho más que decir alrededor de una mujer en la ventana, sus brazos posados en el alféizar sus manos casi tocándose los codos. Un pie sobre el que se reposa su cuerpo y el otro en punta, la rodilla levemente doblada quizá tocando la pared queriendo acariciar un frío inerte. Qué triste está la mujer piensa el hombre creo que pienso yo, cuando hablando la observo como si nada; hablando queriendo no hablar para que ella se fije o no en mí, que estaba con alguien y me decía gracias y no sé por qué me dice gracias en la víspera del umbral, cruzo el umbral del edificio desde el patio, la nada de cruzar del patio a un simple edificio universitario, girar solo o con alguien a la derecha alzar subir el pie hacia las gradas (escaleras) y al final de ellas una silueta femenina, como si nada, interpuesta en la nada de subir las escaleras de un edificio en una universidad.

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Wednesday, March 22, 2006

Lejos de Maryland


Había vuelto a Washington después de casi diez años por un imprevisto. No lo quise, Washington me molesta: sus edificios planos, su gente indiferente, su vida burocrática. No lo quise, mi vuelo tuvo que hacer una parada de emergencia en medio de una tormenta de nieve, cuando volaba a Boston desde Ciudad de México. En Boston me esperaban unas horas de clase con las que me sostendría durante unos meses en el país donde vivo.
Pero allí estaba, preparándome un café en la sala de embarque y esperando las órdenes de la compañía aérea. No me hacía muchas esperanzas; la última vez que tuve que aterrizar de emergencia fue en una ciudad del estado de Nueva York, llamada Ithaca, y debí quedarme en aquel sitio con ese fastidioso nombre nada menos que tres días. Me serví unos cubos de azúcar, mezclé el café (con cafeína) con la ayuda de un palito, agarré una servilleta, rodeé el vaso con ella y me senté a esperar que me dijeran que íbamos a un buen hotel, ojalá lejos de Washington, aunque fuera en Maryland.
A Saúl Cohen no lo había visto por lo menos quince años. Éramos buenos amigos en la universidad, solíamos vernos en los mítines y asambleas. Saúl estudiaba Veterinaria; yo otra cosa. Es por esto que, al acabar él (o yo seguramente, que estudiaba una carrera más corta), nos perdimos el uno del otro, sin ganas ni oportunidad de reencontrarnos. Alguna vez oí que Saúl había hecho su vida en Norteamérica, se había casado y todavía no planeaba tener hijos. Me alegré por él. Pero nada más.
Me resulta incomprensible explicar cómo él se enteró de mi inesperada llegada a Washington. Me he taladrado la cabeza pensando si fue algún conocido en común que iba en el avión conmigo, o incluso si él andaba de paseo por las terminales del aeropuerto. No lo sé, es posible que nunca lo sepa, pero lo cierto es que lo vi allí, agitando un jersey con la mano, y con la otra haciendo un arco alrededor de la boca.

- ¡Horowitz! -gritó. ¡Vamos a unos sebos!

Unos sebos eran los sánduches que comíamos después de las asambleas. Deduje, por lo tanto y en primer lugar, que él ya sabía que tendría que quedarme en esa ciudad al menos por una noche y, a continuación, que me estaba invitando a comer a algún lugar.
Efectivamente, en no más de tres minutos nos anunciaron que tendríamos que permanecer en Washington por un tiempo indefinido, que no saldríamos de allí al menos hasta el día siguiente, y que la compañía aérea, aunque sin obligación, nos iba a alojar en un confortable hotel en Maryland.

- Vamos a mi casa -me dijo. –Si te gusta te quedas por el tiempo que tu vuelo se retrase, si no te regreso esta misma noche a tu hotel.

En realidad no tenía demasiada prisa por llegar a Boston porque los cursos comenzaban recién en una semana, y el tiempo que tendría previo a ellos me serviría supuestamente para adaptarme a la ciudad y la universidad, cosa por lo demás inútil, ya que a ambas las conocía de sobra.

En el auto, Saúl me contó que trabajaba de veterinario en un conocido y exclusivo hospital para animales. Había logrado comprarse una casa en las afueras de la ciudad (ojalá en Maryland, pensé), se había casado con una mexicana dos años menor que él, y estaban disfrutando su matrimonio sin hijos con viajes largos y lejanos.

- Se llama Nadia -dijo. –Es muy simpática. Ya verás.

Llovía estrepitosamente. Sobre el parabrisas caían pequeños bloques de hielo que nos obligaban a alzar la voz. Tomamos una autopista. Me puse una chompa larga y pesada.

- ¿Vamos en dirección Maryland? -le pregunté.
- No, todo lo contrario -alcancé a escuchar.

Para entrar a la urbanización donde vivía Saúl Cohen, era necesario que el auto tuviera un artefacto (no sé cuál) que fuese leído por un sensor del portón metálico. Cuando éste se abrió, me recibieron un conjunto de casas de tamaño mediano y color pastel, que apenas se diferenciaban por el color de macetas en los alféizares. Me imaginé a los viejos paseando sosegadamente y a los niños jugando con triciclos o arrancándose los pelos en perfecta armonía. El límite de velocidad señalaba: 12 mph. “Todo perfecto, todo horrible”, pensé.
Llegamos a la casa de Saúl, que era la número 41. Antes de introducir una tarjeta magnética en una suerte de cerradura, Saúl tocó con la mano un ornamento que se hallaba al lado del marco de la puerta. Arriba de éste se leían unas inscripciones en un idioma que ya no entendía. Recuerdo, al ver todo esto, sorprenderme porque jamás me imaginé a Saúl como un tipo religioso. Le creía proporcionalmente ateo al grado de fervor con que lo veía en los desfiles o los sindicatos.
La casa nos recibió con un vaho cálido y dulzón. Alcancé a ver una fila de libros en un estante a un costado, pero enseguida me distrajo otra presencia. Era un labrador gigante, que estiró sus patas en mi pecho y me causó un pánico brutal. Pero movía su cola. Y tenía unos ojos negros profundos.

- ¡Quieto Samuel! -gritaron desde otra habitación de la casa.

Entonces apareció Nadia. Llevaba un vestido largo pero sencillo, de color vino. Tenía unas sandalias negras que dejaban ver unos dedos cuidados, largos y bien blancos. Era alta, bastante más que Saúl, mucho más que yo, tal vez del porte de Samuel.
Nos sentamos en la sala. Al frente mío había unas litografías, entre ellas algunas reconocibles: Chagall, Kandinsky, Klee. No sé por qué, pero detesté esos cuadros.

- Es preciosa esa novia -me dijo Nadia al ver que detenía mi vista en los cuadros, mientras dejaba dilatarse a su cuerpo largo para tomar unos pistachos del centro.

Seguimos conversando con Saúl. Me habló del gobierno, del partido demócrata, de la pena que fue para todos que éstos perdieran. De la guerra y el miedo general. Y de eso que se habla cuando ya no se tiene demasiada confianza pro se tuvo alguna vez.
Nadia se levantó, ingresó en lo que parecía ser la cocina y cerró la puerta. Mientras Saúl me refería los números de las últimas votaciones del D.C., yo me imaginaba a Nadia retirando el pastel esponjoso del horno, flambeando el postre con licor (de los que detesto), vertiendo un estofado en un pirex, agregándole azúcar y agua a la pulpa congelada, sacudiendo las manos y frotándolas en el pelo porque se quemó con el fósforo o el encendedor (ahora me percato que las hornillas, en la gran mayoría de las cocinas norteamericanas y no menos en aquella casa, son automáticas). Mientras, Samuel parecía dormitar sobre una alfombra de hilo roja, entre el porche y la sala. Ocasionalmente alzaba la vista, se le miraban los ojos negros enormes, emitía un resoplido de búfalo y hundía su cabeza sobre las patas.
Finalmente se sirvió la comida. Hubo sushi. Nadia llegó con unas fuentes pequeñas, cada una con diferentes arreglos sostenidos por palillos o pegados por algo que parecía una hoja verde viscosa. Dejó las bandejas con suavidad y se dijo para sí misma que ya volvía con el té, en una voz baja pero perceptible.
A mí el sushi me da asco. No puedo disfrutar una bacanal de cadáveres crudos, pegados por un engrudo hediondo. Tampoco puedo soportar el nombre wasabi. De todas maneras comí, y no tanto por no hacer un desaire, sino por imaginarme atiborrado de hamburguesas, papas y gaseosas durante al menos dos días con sus noches. Nadia me preguntó si quería más pero supe decir, en principio, que no.

- Éstos son de anguila -y señaló con el dedo a unos rollos oscuros. –Están buenísimos.

No pude negarme.
Mientras me debatía entre el asco y el inodoro, Nadia empezó a contarme cómo llego a Washington, de qué manera se enamoró de Saúl, hace cuánto se casaron y adónde tenían planeado ir en verano. Tocaba sus dedos contra la taza de té, haciendo como si pasara un tropel de caballos. Sus piernas largas estaban cruzadas y yo pude ver algo de su tobillo, que se terminaba cuando empezaban unos pies delgados y claros. Y unas uñas pequeñas, muy cuidadas.
Nadia se había maquillado poco esa noche. Por eso, cuando tomamos una pequeña cantidad de sake, su rostro adquirió una tonalidad más rosada, y se coloreó aún más cuando fue a prender la chimenea, uno de esos remedos ridículos en las casas cómodas. Cuando lo hizo, se inclinó un poco, en cuclillas, y sopló con su boca alargada y rosada. Yo halagué la comida y la gentileza de Saúl.
Cuando estábamos por el postre, Samuel ya se veía inquieto. Dejó la alfombra y comenzó a dar vueltas por nuestra mesa como si algo le estorbara, como si hubiese un ruido que no le dejara estar en paz. Jadeaba más deprisa y vi desde la mesa que cundo se le llevó a su casa en el jardín trasero para que comiera, dejó el plato lleno y volvió adonde estábamos. Yo me ponía cada vez más nervioso, pero notaba cómo Nadia lo miraba, con una risita complaciente y perdonadora, con una ternura y complicidad desconcertante.

- ¿No le llevaste al baño, Nady? -preguntó Saúl.

Dejé escapar una risa ante la cursilería. Nadia asintió con la cabeza y empezó a recoger los platos. Se había puesto un delantal con la figura de un sol en el centro y se había recogido un poco el vestido, lo que dejaba observar unos brazos blancos. Afuera caían copos de nieve.
Samuel comenzó a ladrar. No; a ladrarme. (Trotaba por la casa, iba a la recámara de los esposos, donde dormía Nadia y estaban sus pantuflas largas y rosadas, su pijama celeste, su lima de uñas y su novela, cuyas esquinas estaban apenas desgastadas por el contacto con las manos. Volvía de allí y olisqueaba el baño social, en donde ella había puesto una toalla con montañas bordadas y jabón líquido. Retiraba su hocico, entraba a la cocina, veía los platos sucios y los camarones, cangrejos y anguilas crudos, casi vivos, volvía al comedor, se paraba frente a mí los ojos negros, fijos, y me ladraba durante minutos interminables).
Saúl estaba tenso. Miraba a todos lados, queriendo encontrar una lagartija o hasta un ratón, acaso queriendo culpar a su mujer, que aparecía temerosa y alta. Ella, por su parte, dividía sus ojos entre el perro y yo, que buscaba ya algún objeto contundente. Vi que sus pestañas estaban levemente rizadas, y que uno de sus mechones era más claro que el resto. Me extrañó que fuese mexicana.
Samuel se mostraba cada vez más agresivo. Sentado frente a mí me ladraba con un estruendo tal que no alcancé a oír lo que Saúl le dijo a Nadia, pero me dije que era hora de irse.
Cuando me incorporé el perro saltó hacia mí. Al primer intento logré deshacerme con un empujón que le alejó menos de un metro, al segundo lo detuvo un freno seco de su collar. Las manos de Saúl lo sostenían firmemente.

- Quieto, carajo -creo que dijo.

Samuel babeaba y gruñía. Yo cogí mi chompa y mi maleta de mano, abracé levemente a Nadia, con mi mano en su cintura angosta, agradecí por la comida y abrí la puerta de entrada para esperar a Saúl. Cuando él salió le pedí que me llevara tan pronto como fuese posible al hotel.

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