Soñé que hablaba con Ryan Adams. De repente se alteró y gritaba: ¡Mierda, que no soy Bryan!
Yo estaba encantado. No tanto de que me gritara, sino de poder estar con alguien que escribe canciones así. Así
Yo, por entonces, vivía a menudo en sus canciones.
Pero Ryan optó por nunca dejar de chillar. Entonces me fui. Recogí algunos de los discos que pateaba en su neurastenia (Lou Reed, Itzhak Perlman, Frou Frou), los importé al iPod y me puse a escucharlos.
Camino a casa decidí cortar camino. El atajo tenía varias bifurcaciones y no me importó en absoluto la idea de equivocarme al tomar la ruta incorrecta. Caminé por más de media hora por el sendero que me pareció más amigable y me detuve a beber algo de agua. Allí recordé que no tenía casa. O más bien que sí la tenía, pero que en ese instante no estaba por allí. Porque soñaba que mi casa estaba en Berlín, sentado junto a mi hermana en la acera, a las puertas de un museo menor, mientras esperábamos a nuestro amigo Daniel Márquez y comíamos pan con salami.
Al día siguiente no recordé nada de mi sueño. Solo me di cuenta que era ya demasiado tarde como para desayunar. A medio día me desmayé, no sé si de insolación o de hambre.