Sunday, January 29, 2006

Bailarín



- No te quiero oír más -me dijo ella. -Hablas demasiado, tienes demasiada capacidad de palabra -también dijo.

Esa noche sin ella pensé en muchas cosas. Miré cómo se movían las nubes, tapaban el cielo, y en una fracción se dispersaban y aparecían las estrellas. Unas estrellas gigantes sobre una carpa azul, con un hueco que hace de ventana, en el Pasochoa. Pensé en el poco espacio que tenía de movimiento en el saco de dormir. Pensé en cosas muy disímiles, como en Hanna Arendt condenando el juicio de Eichmann y el escritor Marcelo Birmajer puteándole a ella por eso. Pensé en los animales que estarían cerca nuestro, resfriados. Pensé en un bailarín, solo, en una sala de ensayo, frente a un espejo, moviéndose despacio y tristísimo, en contacto con el parquet y su ceñida ropa de baile. Pensé en la lejanía y en que sería bastante mejor que ella estuviese cerca de mí, en el mismo saco, enredando sus piernas con las mías y casi dormida.




Cuando acabábamos de hacer el amor yo la miraba con una cara violenta. Ella siempre se tendía desnuda a mirar al techo y, diez segundos después, a buscar su ropa esparcida por el cuarto. Siempre pensé que aquellas prendas eran otras cada vez que ella se las ponía despacio, casi como para que yo no lo notara. Me gustaba cuando se inclinaba a buscar la blusa que había lanzado lejos. Yo me dedicaba a mirarla con mucha más decisión y coherencia que antes, me moría de miedo de sentir que alguna vez alguien más la iba a tocar, pero entonces pensaba que debería pensar en otras cosas. Ponía un CD, entonces. Quelque part, un beau jour au carrefour de la Bonne Fortune, deux ombres qui dansent pour n'en faire plus qu'une.

- ¿Quieres saber algo? -le decía. -Hay veces que siento que yo soy y quiero ser todo lo que dice esta canción, justo como ahorita.




Una vez ella me acompañó al fútbol. Granizó como solo suele hacerlo en Quito y nos estilamos. Siguió lloviendo durante más de media hora, pero después el cielo se abrió y llegó el partido y nuestro equipo ganó. Al salir decidimos ir a comer pan de yuca con yogurt. Yo pensaba, mientras mezclaba la bebida y el pan en mi boca, cuál es la manera adecuada de escribir yogurt, en español. Se lo pregunté a ella y me miró, como preguntándose qué hace con ese loco, se rió, subió los hombros y hundió sus ojos en el laberinto del sorbete que daba al fondo del vaso.




Yo le contaba a ella casi todo. A veces, sin querer, se me iban las palabras y terminaba sabiendo lo que me propuse nunca decir. En pocos meses llegó a saber que una vez soñé con un sapo persiguiéndome en un fondo negro, del que difícilmente podía salir. Además, se enteró de que cuando era niño lloraba cuando mis papás se atrasaban cinco minutos y que a veces, en ese trance, sentía un pánico gigante y frío, casi metafísico, que me llevaba a dormirme en tres minutos para luego despertarme, volver a ver a mi papá o a mi mamá y comprobar que nada había pasado. Descubrió que no podía dormir con la lámpara apagada y que algunas canciones de Arjona me gustaban. Una vez ella me contó un secreto. Se rió y puso una cara larga e impenetrable.

- ¿Qué cague, no? Eres mi mejor amigo -me dijo.





No la había visto ocho meses. No pude entender qué nos alejó; no quiero saberlo tampoco. Sin embargo, tres días antes de venirme para acá pasé (quiero creer que fue accidentalmente) por su casa. Llovía apenas. Vi que cerró la puerta de su casa, que sacó un espejo de su shigra, que se puso algo en los labios, que se arregló la bufanda, y que se perdió con paso firme. Pensé en no querer volver a verla nunca más. Pero ayer llegó un día excepcionalmente otoñal. Me puse un abrigo café y salí a andar, buscando no querer encontrar nada, hacia la Sonnenalle, la calle del sol, en el Este de Berlín. Me topé con un llamado taller corporal, hurgué desde lejos con la mirada a la vitrina y reparé en una sombra mirándose en el espejo. La alfombra era roja. Las zapatillas eran blancas y la malla café claro. El pelo era corto. Pensé en la poesía de Benedetti, que adoraba. Que había dejado de querer. Pensé en dos caballos que estornudaban. Pensé en algunos discos. Quelque part, Dieu sait où, peut-être au coin de rue suivant, le danseur au garde-à-vous. Est là qui t'attend. C'est dehors, c'est partout. C'est la loi depuis la nuit des temps. Personne n'a rendez-vous mais tout le monde se rend comme ça, sans savoir, machinal. Là sur le trottoir une étoile. Pensé en seguir caminando. Pero no lo hice.

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Tarde canaria



A Gabriela


Yo la miro acostada durmiendo. Bajo un sueño agridulce, ella enreda las piernas anchas pero largas, con las sábanas que se pegan. Hay un petirrojo afuera. En el cuarto blanco hace mucho calor. Una pequeña ventana con una rejilla oxidada está abierta de par en par; por ella se divisa una cordillera al fondo; más cerca una calle sinuosa, seca y vacía que se pierde en unos campanarios; y más cerca aún, el petirrojo.

Cuando hace mucho sol y es sábado, salgo de Tenerife temprano y cojo la guagua. Llego en bus a Güímar y me compro algo de beber. En la despensa me siento, me saco las sandalias y miro al piso, lleno de piedras minúsculas que no son ripio. Me levanto, me calzo las sandalias y camino. Entonces espero a que parezca que no hay nadie en su casa. Solo cuando esto sucede, timbro.
Ella aparece. Tiene el pelo recogido y ganas de reñirme. Casi empujándola pero con una sonrisa pequeña me acompaña de vuelta a Tenerife. A eso de las doce estamos allá. Miramos las vitrinas y comemos rapadura. Nos sentamos en la arena.
Yo la regreso a Güímar con algo de tiempo. Nos metemos en su casa y hacemos el amor en su cuarto.

El sol cansa tremendamente. Por eso ella siempre se duerme. Se sume en su sueño agridulce, yo abro las ventanas para que entre algo de fresco, y me pongo a cantar. La cordillera aparece siempre trémula, como si fuese un espejismo verde amarillo. Con tanto calor toda la gente se mete en sus casas, las calles se vacían. A lo mucho se oye un chucho o un pájaro.
Los niños la despiertan. A veces volvemos a hacer el amor, pero casi siempre se apura en vestirse para que podamos ir a la playa. Allí vemos el África. Es una mancha de tierra insignificante, pero ella adora pensar que esta allá, comprándose tules y especias. Yo pienso en comprar un kilo de hachís.
El sol se pone. Volvemos a su casa, saludo a sus padres que ya han llegado, me vuelvo callado, compro otra bebida, me saco las sandalias y soplo las piedras pequeñas que no son ripio. Soplo y soplo, hasta que la sombra floja del atardecer que proyecta mi cabeza en el piso está lisa. Luego me calzo las sandalias, me digo que es hora de volver y decido regresar.

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