Thursday, August 30, 2007

Amsterdam


Al 20 de junio del 2007


Si quisieras decirnos, Ana, lo que te ha pasado. Ya sé; ya sabemos: Bonaire es una isla atroz. El calor y los flamingos. Ana: yo también los he visto. Hemos estado mirando, Gabriela y yo, desde el aire, desde la sala de espera, a aquellas rubias monstruosas tostadas a la fuerza. Gabriela me decía que parecían dummies de anuncios; yo miraba y pensaba en fantasmas.

No calles Ana. La isla está lejos, al fin. Desde aquí ya no se ven las pancartas de parques temáticos ni se siente la humedad salada ni las villas holandesas. Si quieres piensa en el frío, más bien. Piensa en que desde tu casa ves la Leidestraat perdiéndose en su camino al centro de la ciudad, donde, con suerte, podremos comprar un poco más de opio. Y fumárnoslo cuanto quieras, Ana.

Decir que tienes fiebre es decir nada. La fiebre habla, delira, da de alaridos. No enmudece a la gente como un trozo seco de pan. Cuánto de sueño habrá en lo que has visto, Ana. Lo digo porque el rubor y el bochorno, el viento tranquilo e hirviente desplazan la línea acuosa de la vigilia hasta donde ya solo es una raya más del paisaje.

Sin más, Ana: Gabriela me ha dicho que te estás volviendo loca. ¿De dónde viene el sudor en tu frente del que me ha hablado, esos ojos enrojecidos? No quiero volver a saber que te has arañado los brazos, que te has comido tus pellejos. Los jarrones no están en su sitio, me dice Gabriela. Tanto quería ella los jarrones, y ya no cuelgan de los ganchos del aparador de su cocina ni de ningún lado en su casa. Eso me ha dicho. No temas, Ana, ya no estás metida en el avión sobrevolando aquella isla de sal ni el mar helado. Las uñas que allí te comiste volverán a crecer.

Y otra vez.

Mira el piso Ana. Salpicado de restos de bolitas de naftalina. Como si fuera la nieve que va a enfriar tu fiebre. Como si las ratas de Ámsterdam no hubiesen desaparecido de las casas hace décadas. El olor a rancio te cuidará de sus caras, pero te quitará el hambre. Bien te habría venido quedarte en Delft, mirando los botes y los suaves verdes.

Recientemente hablaste de fantasmas. Los hay, qué hacer. Están en Bonaire, seguro. Las ratas también. Y no es tu culpa. De todos modos los verá la gente más tarde, antes que tú. Eres privilegiada, Ana.

Wednesday, August 29, 2007

Orilleo

Lo que más quisiera recordar de la madrugada del tres de marzo de 1936 son las voces dispersadas del puerto de Hamburgo. Los murmullos como canto del yíddisch –parecían secretos, casi-, el suave alemán de Bohemia, las risas fragosas, de astillero, de los marineros y sus putas. El orilleo del río. Del resto, del traqueteo y apuro de hombres sudando por el peso de las valijas de cuero que cargaban, de mujeres arrastrando a los niños, elevándolos del suelo mojado y rompiendo el viento –sus falditas que se inflan, como globos; sus pantaloncitos bombacho insuflados de aire-, no requiero acordarme.

Mentía. Porque de sus sonidos y llamadas, de sus voces inquietas que buscaban el equipaje, llamaban a sus hijos perdidos, se despedían sollozando casi en silencio o dando de alaridos sin querer separarse, de sus muchos acentos pulidos en estepas y bosques y en algunos fiordos o valles, de todos ellos era inútil despegar sus propias imágenes adheridas, el paisaje indisociable que con las palabras dichas se convocaba. Las chimeneas de las calderas chirriantes en barcos anclados, cómo no aludir a su imagen cuando se las nombra.

Y continuó: 72, Rosengartenstrasse. Amanecía pero era imposible encender la luz. Habíamos estado despiertos desde la primera casa que fue allanada en nuestra calle. Entonces los golpes de cañón en la puerta, los perdigones estampados en la madera. La tapa del subsuelo que se abre e inyecta algo de luz. Los cuerpos desparramándose desde la pared, los vi. El viento con olor a pescado del puerto sopla desde una ventana abierta. Y salgo desde ella. Y pienso en no haber visto, en caminar hacia esos bisbiseos que se oyen en el puerto. Hasta que se vuelven más claros y distinguibles. Y suenan las calderas, el alemán de Moravia, de Bohemia, las anguilas atascadas en los callejones del Elba. Las naves que ya zarpan con las voces.

Me dice, ahora ciego. Y empiezo a creerle.