Friday, November 17, 2006

Escaleras

A María

Ana no leerá esto. Digo, lo leerá, si por casualidad llega a sus manos lo que ahora mismo estoy escribiendo. Por lo demás, tal vez tampoco le interese demasiado. Porque Ana pretende olvidarme. Dejar de quedar conmigo, dejar de verme. Ya no te creo. Eso es lo que dice Ana. Ya pasó, el tiempo ya pasó. Tú no debiste estar con. Menos mentirme. Ya lo sabes. Quizá sea mejor que dejes de volver a preguntar. Que dejes de buscarme.

Ana y yo vamos a la misma facultad.

Desde que Ana pretende olvidarme la veo aún más que antes. Claro, pensando que ver signifique cruzarse de imprevisto, encontrarla en el hall camino a clases o fingir que no la veo mientras ella se olvida lentamente de observarme. Puedo además adivinar lo que Ana ahora hace, ya que preguntar no puedo. Cuando la veo pálida y desganada, probablemente tenga un examen para el que no estudió. O acaso permaneció, en duermevela, repasando las páginas de sus libros álgidos y somnolientos. Apoyando el mentón sobre su mano, y ésta apoyada al codo. El codo sobre la mesa. Sobre la que reposa el libro.

Hoy he visto los hombros desnudos de Ana. Más bronceados que nunca, con dos hilos de piel blanca a cada lado. Puedo imaginar que Ana se ha tendido al sol a esperar quedarse dormida mientras las últimas horas de la tarde se suceden. También puedo imaginar a Ana, sola, al lado del mar.

Hay unas escaleras, vastas y prolongadas, que conducen a la biblioteca. Las escaleras las usamos a veces para sentarnos. Yo ya no voy demasiado allá. Será que se escapa el tiempo, como cuando en las películas permanece un objeto y todo lo demás se mueve a una velocidad desconcertante. En cámara rápida, el objeto se ve tembloroso pero finalmente estático. La superficie se mantiene quieta. Pero la gente aparece y desaparece en menos de un segundo, las luces cambian de posición y todo se mueve. Todo se mueve y permaneces quieto.

Ana suele sentarse al borde de aquellas escaleras. Su espalda se arrima a las verjas verdeoscuras donde ellas terminan, y recoge sus piernas largas con los brazos enrollados y encontradas sus manos en las rodillas. Ana suele mirar a alguien, un amigo con el que habla. Se ríe poco aunque la veo sonreír continuamente.

Hoy he visto a Ana. Sus hombros desnudos y una camiseta clara que me deja pensar en su cuerpo delgado. Ana con unos aretes largos como ella, y me imagino (ya no puedo oír) que de ellos se desprende un sonido pequeño, sincopado, de mínimos mullos reuniéndose en un mismo sitio. Y mientras Ana habla y hace gestos y sonríe, me imagino que sus aretes suenan y me imagino a Ana todavía conmigo. Y pienso si puede que Ana, después de todo, tenga la razón. Puede que sí, después de todo, si Ana aparece y desaparece en los peldaños, como si nada de los márgenes, de los pasillos, de las aulas de la universidad, y creo entonces que quiero no volver a verla, pero dudo tanto luego que sé que no. Puede que Ana tenga razón; puede que sea mejor dejar de volver a preguntar.

Yo, sin embargo, divagaré por las pequeñas esquinas de la universidad, y me quedaré quieto en ellas, como esperando que Ana por fin aparezca. O que no.

-Gracias a Marta Enciso, en Madrid, por sus sugerencias. -

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