Tuesday, February 21, 2006

Variable


Nos sentábamos más o menos a las dos de la tarde, en el parque, bastante cerca de la iglesia, bajo un árbol que daba apenas una sombra raquítica, los jueves y sábados. Yo, por entonces, andaba muy metido en eso de la vanguardia y lo que muchos expresaban también con la palabra underground. Nunca entendía del todo esa onda. A ratos sí que me entusiasmaban las nuevas formas en sus trapos o ropas, los milagrosos bares con buena música, escuchar a The Clash y Babasónicos allí, poder discutir las inquietudes que constantemente me habían roto la cabeza (el ser-diferente, el ser-otro como alternativa para ser), o pensar con ellos en voz alta en Barcelona, en la Naranja y en mi fijación eterna por Chagall. Pero a ratos los veía indistintos, abrumadoramente similares, y no solo entre ellos, sino también similares a los demás que me podía encontrar apenas daba un paso fuera de mi casa, o en una clase de administración de la universidad.
Como andaba under, bien sugestionado y ya algo perito en las movidas paralelas, también leía cosas por el estilo. De esos meses guardo irrevocablemente el gusto eterno por Ray Loriga y Jack Kerouac, sus viajes y su sinceridad brutal. Leía no poco y oía mucha música. Me iba al cine solo o con quien se pusiera y creo que entonces ya me había olvidado del sexo, que era otra de mis generosas inversiones de tiempo. Y en esas vagaba cuando entré al taller.
Como dije, nos sentábamos a eso de las dos, no más de unas seis personas, incluyendo el Alejandro, que se suponía tenía que ser nuestro director de lecturas.


El N. apareció un sábado, justo antes de que nos abriéramos. Yo creo haberlo visto antes, precisamente rondando por el parque o cuando corrían los coches de madera y el municipio sacaba las tarimas y había fiesta barrial. Nos preguntó si podía sumársenos al taller, nos explicó que nos había observado y oído, y que le interesaba mucho la literatura. Y que escribía.
Nosotros dijimos por supuesto, que entrara, que aquí los que quieren se nos colan, pero no fue tan sencillo. Ya nos conocíamos desde hacía un par de meses, e incluso tres de ellos vivían por mi casa. En consecuencia, abrir la complicidad y la palabra a alguien que se había aproximado sin que ninguno lo conociera antes fue un difícil ejercicio de generosidad. Que de todas formas lo hicimos.
La primera entrega que hizo el N. de un texto suyo fue a propósito de cualquier inquietud que nos hubiese quedado después de la lectura de “Casa Tomada”, de Julio Cortázar. Cuando se lo entregó al Alejandro, ya se notaba que era un texto bastante más largo que los que el resto acostumbrábamos a escribir. Pero si realmente algo nos llamó la atención fue su contenido, aparentemente originalísimo y bien redactado. El Alejandro se entusiasmó.
Esa misma noche le vi al N. en el Aquelarre. Llevaba un abrigo largo, unos zapatos cafés de cuero bien sintético y una especie de boina vasca. Yo andaba en líneas ese rato pero, aunque me cueste por eso recordar su aspecto físico –su nariz de canica, rojísima y forrada de acné, sus manos que sudaban y tenían pelo hasta en los nudillos-, me quedé con su imagen evasiva. El N. me vio, hizo una mímesis de sonrisa agenciosa al mismo tiempo que volteaba su cara para prenderse un Lark, y se hundió en la penumbra mientras se oía Velvet Underground. Yo, por mi parte, apenas tuve segundos para reconocerlo. Estoy casi convencido de que ni siquiera recibió mi saludo con la mano desde no demasiado lejos (no vio; no quiso ver). Pero su suerte no fue tan grande, y volvimos a toparnos en la barra, cuando iba a retirar una cerveza que un amigo había dejado en el congelador. Esta vez el N. me miró, se le fueron los ojos a mi flanco contrario, pero volvieron intensos, acompañados de pequeñísimos movimientos de cabeza de arriba abajo, y me lanzó su mano pequeña y mojada.

- Qué más ve –me dijo


El lunes, en un paréntesis entre hora y hora, fui a dar una vuelta por la biblioteca de la universidad. Debo decir que no buscaba nada específico; en ese momento no me agobiaba ninguna tarea, ni andaba a por alguna novela porque había dedicado la gran mayoría de mis esfuerzos literarios a retomar y terminar un viejísimo “Ulises” que mi abuelo legó a mi hermano mayor y que, aunque adoraba la pasta vieja con letras medio góticas en un papel amarillento con unas manchitas de moho, no se lo llevó el día que decidió irse a probar suerte en Brasil, donde andaba su novia. Me perdía en los pequeños túneles-puente que son las estanterías, esos abismos angostos, hojeaba algún ejemplar que se me antojaba, leía un pequeño segmento, y lo volvía a su lugar.


Para el jueves siguiente escribí un par de escenas con dos mujeres hablando a gritos, paraguas en mano, en la calle, mientras las gentes pasan a su lado y casi ni las regresan a mirar. Me gustó aquel relato de sobremanera porque creo que dibujé más o menos precisamente las contorsiones de sus cuerpos, sus gestos. Las dos llevaban una actitud beligerante hacia la otra, pero había, además, una insinuación de sometimiento por parte de una. Una propuesta de enamoramiento. El Alejandro dijo que no estaba demasiado mal, pero que faltaba más acción, menos lenguaje. De todas formas, mi relato apenas se tocó. Y en cambio, al texto N. le dimos casi tres horas. Y era un coloquio de dos: el autor y el director de lecturas. El cuento no era más que una historia urbana, con ínfulas de épica, de dos universitarios que se enamoran y pierden la cabeza y su amor en manos de una vanidad esnobista, orgullosa y un tanto siniestra. El personaje masculino daba, al final, una alerta suicida, y ella se perdía en Holanda, de mesera.
Pero el Alejandro se sintió tocado con la “poética configuración del orgullo”, su “sensibilidad abrumadora” y su “lirismo armónico”. Entonces empezó el cambio de impresiones. Tuve la sensación de que se hablaba lo mismo, tal vez con ligeras variaciones en cuanto a la construcción sintáctica, pero todas las palabras llegaban a un punto: mi gran historia, mi cuento perfecto. Con su final turbulento (el trágico matiz de lejanía y riesgo).


Cuando regresaba para la casa, sí, medio tristón y bien cabreado, repasé la épica N. Algo allí me sabía familiar; habían estos dos personajes, su amor (personaje lamentablemente principal) y el destierro holandés. Volví y volví, casi media hora, sobre la idea de la historia, incluso me sorprendí en un estado de trance mientras estaba pujando en la taza, pero finalmente di con la señal.
Esa misma tarde había quedado con una gordita en tomar helados. Y, en rigor, era una tarde de helados: despejada, movida, y esa sensación en uno de cómo que tienes la obligación de salir porque sino te pierdes algo importante. Algo importante en un jueves por la tarde. Además esa gordita no es que no me atrajera. Pasaba, por lo general, buenos ratos con ella. Pero en esas no se despertó el compromiso en mi mente. Tomé un bus, los minutos se hacían largos, con esa elasticidad pasmosa que tiene el tiempo, me bajé, clásico, al vuelo, corrí como desquiciado (me pidieron la identificación al entrar) y cuando llegué a la biblioteca alguien ahí dijo en tono solemne.

- En tres minutos se cierra, señor.

Fui al estante de autores ingleses y lo encontré. No me falló, aquí andaba la pista. Llegué a la cita acordada cuarenta y cinco minutos tarde, pero con el libro en la mano y unas ínfulas bufas, caricaturescas, de aplastar el ego del N. No la pasé mal, hasta creo que hablé de más, y mis ansias eran tantas que salí de la heladería corriendo para mi casa.
Y claro, la prueba. No había reparado, pero el libro de cuentos completos era de un tal Daniel Mc Intyre. Absolutamente trascrito, palabra por palabra. Lo releí muchas veces, de la hoja que N. nos había entregado a cada uno de los del grupo, y del tomo que saqué de la biblioteca, una edición penguin de fines de los sesenta. Absolutamente trascrito. Con excepción de que ella, su ego, su vestido particular, su altura, su cuerpo monumentalmente descrito, su amor a cuestas, no se perdía en Holanda. A mí me pareció esto un detalle menor, un descuido.

Para el siguiente encuentro del grupo, el N. llegó primero. Yo, segundo. Quise no iniciar una conversación con él porque me parecía algo podrido estar hablando sueltamente y, en minutos, acabarlo con la prueba. Lo único que hice fue, después de saludarlo, preguntarle qué estaba leyendo, y después que me respondiera, esperar a que me preguntase él en qué estaba yo. Y me preguntó. Entonces saqué el libro que traía y se lo mostré. El pasmado no fue él, sino yo. Con su inmutación. Lo revisó y comentó brevemente su contenido. Algo como lo estático de sus personajes y su indecisión.
Alejandro llegó y empezamos a leer el relato de uno de los compañeros. Le presté muy poca atención, pues no sabía cuándo empezar a atacar y de qué manera lo iban a tomar los demás. Se acabó el primer cuento, tenía que seguir un último, pero el que lo tenía que traer para ese día justamente había faltado.
Antes de que me pusiera en posición de ataque, el N. sacó de, bolso café, un carril de cuero de los años cincuenta, unas hojas. Nos las repartió y dijo que, en vista de que no llegaba el compañero, él adelantaba su turno. Lo leímos todos, sabiendo ya de su aparente ingenio literario superior, en silencio y concentrándonos excepcionalmente.
Por poco y me caigo. Ya había leído el texto. Era de algún escritor latinoamericano, creo que venezolano. Seguí línea tras línea, con la vista medio espesa y ya nublada, del esfuerzo. Todo igual. El final, tibio, que nunca me convenció; las personas y sus nombres. Descubrí, para su colmo, que el mismo Alejandro, nuestro director de lecturas, había apartado las hojas de sus ojos y, mirando a un árbol, repetía con los labios ciertas partes de la historia.
Antes de empezar con el comentario a continuación de la lectura, me percaté de algo. Estaba seguro de que el texto original decía: “Pedro fue adonde Laura”. Y aquí, en el cuento N.: “Pedro no fue adonde Laura”. Me hervía la sangre. Decidí dejar por un momento al grupo e ir a tranquilizarme. Cuando volví había un gran debate. Se trataba del tema de la conjetura., ý ésta dentro de la misma conjetura que es la literatura. La suposición. Aunque no fue, qué habría pasado si hubiese ido.


Entonces me senté. Miré hacia abajo. Mis zapatos medio rotos, mi maletita morada de notas, el libro de la biblioteca, la cámara de fotos y el walkman. Me metí en la discusión, que se acabó, como se estaba haciendo costumbre, una hora más tarde, y volví, en silencio, directamente a mi casa.

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Pin de Bob Marley





A María Luisa, que me regaló la idea y el pin




1


Prefiero pensar que estabas allí sentado cuando yo llegué. Que esperabas, haciendo maromas con el papel o jugando a ser espadachín con un esfero. Que dejabas todo esto para observarme apurada, con mi blusa mojada porque no había tenido tiempo de secarme el pelo que me cae larguísimo por la espalda. Hay un motivo suficiente para verlo así: saber que podías halagarme con un poco de libertad que no pudo estar allí. Pero no; llegué primera, puntualísima, la sonrisa insípida en mi boca, que todavía nada quería decir.


No esperaba encontrarte en la universidad. En la suma extraña de escaleras Bauhaus, piletas renacentistas y salones barrocos. En la arrogancia y el desorden de los edificios, de los nuevos autos de mis compañeros de colegio. En los tabacos babosos de mis inicios en el fume. Tampoco es que me cambió la facha. Seguía usando los all star y los jeans raídos. Los aretes del Cusco, ¿te acuerdas?, el anillo de gusano en mis manos pequeñas.

En clase de fotografía estaban hablando de la luz. El tema no me interesaba demasiado; para entonces había resuelto buscar una claridad espesa para mis fotos de campo. Estaba sentada haciendo un barco con una hoja de cuaderno, que mi hermano Andrés me mostró. Pensaba en que mi bic podía ser un sable cuando quisiera. Pero tú nunca aprendiste a ser correcto. Tiraste la puerta de entrada, la clase se calló, corriste a buscar un sitio, que justamente encontraste en el puesto de atrás. Dejaste el carril entre las dos sillas, la tuya y la mía. Abriste el cierre para dejar tu walkman y sacar un cuaderno nauseabundo, lleno de rastros melosos, casi sin hojas. De tu pecho salía un tenue olor a húmedo. De tu bolsillo se cayó una especie de moneda, un pin, con la cara de Bob Marley en su más grave intoxicación, y tú clavaste su aguja al lado de un parche que decía Pearl Jam. Te fijaste que no pudiera desprenderse, dándole unas pocas vueltas y te metiste el esfero a la boca.

Tu respiración estaba agitadísima. Necesitabas aire con urgencia. Poco a poco se fue tornando lenta. Lo sentía en mi nuca, entre el cuello y la parte posterior de mi lóbulo. Cerré los ojos.





2


El aire tibio como una mano en el cuello, como una mano en el pelo. El aire tibio en mi nuca llegando por los costados del cuello, no por el centro porque el pelo largo lo impide. Sentada esperaba tu llegada. No por otra causa sino por saber que, de las pocas sillas libres, la anterior a la mía era la mejor opción. Y no porque yo estaba allí, sino por la fláccida fuerza de la costumbre. A veces me levanto y me pongo primero mi babucha izquierda antes que la derecha. Otras veces me miro al espejo y abro los ojos negros hasta desperezarme en el acto. Entonces te pensaba, porque sentía la fortuna de la costumbre bajo mis manos. Créeme, no fallo, al menos la silla.

Poco demoré en verte. ¿Qué hacías la víspera del estreno del teatro de la universidad, a las seis y media de la tarde, sentado, esperando, en las gradas? ¿A quién esperabas? No podría haber otra razón ni ser otra persona; es más, en el poco mundo que se nos ofreció para vernos (y, como decías citando el poema, me acuerdo) mutuamente espiados desde el fondo, ya lo intuí secretamente, pero no lo dije ni para mis adentros. No había sospecha ni miedo. Solamente la certeza de que nada es perfecto, ni aunque se emperre en serlo. Yo sola, tú esperando a alguien más. Matherfocker pensé entonces. Ya sabía. No estaba ni loca ni equivocada.

El crimen es cosa de pensarlo pocos segundos. Sino te agarran con el muerto. Resulta obvio justificar por qué no tengo idea del tema de tu exposición en clase. ¿Cartier Bresson? ¿Man Ray? ¿Paisajismo? Tu correa del pantalón estaba suelta, colgaba y se movía contigo a la altura de tu bragueta. El borde de metal del cinturón de tela te brillaba. Me gustó el vaivén de la correa. Pero preferí ver tus manos pequeñas, demasiado (mis manos), y tus rulos chistosos mientras algo pronunciabas. Bendije la precisión del Tavo, que quería saber qué pensabas de no se qué, y que tú te viraras y yo desapareciera de tu ángulo de visión. Uy se me cayó el esfero dije, salté de la silla, me
puse en cuclillas, pensé en que era imposible que se me viera el calzón desde atrás, igual qué mierdas, y casi sin haber reparado en todo aquello, tu mochila estaba en mis manos. Le di la vuelta a la tela del bolsillo y zafé la aguja, que emitió un sonido bonito, y me acordé por un instante de la escena de una película en que una torera se pone su atuendo, antes de ir al ruedo. Primero se sujeta bien el pelo y luego se ciñe el vestido con la ayuda de unas agujas bastante más largas y menos filudas que las del pin, que ya tenía en mis manos. Las agujas sonaban en el contacto con el traje. Era un sonido cómodo, más que un ruido lindo. Para todo esto, ya estaba en la silla. Con el pin.

No creo que pasó mucho tiempo. El prudencial; como para que te dieras cuenta que me gustaba tu respiración mientras se iba atenuando lentamente. El prudencial, como para que me diera cuenta de que me sudaban las manos cuando oía la silla de atrás rechinar. Pero los tales turning points no son jamás los de las historias. Aquí no se le cayeron los libros a nadie para que el otro los recoja. Ni hubo casilleros que no se podían abrir. Fue premeditado, y además casi nada accidental. Solo aproveche un descuido tuyo, uno de los miles, pudo haber sido los tres esferos que dejabas botados en cada clase o inclusive una de tus burdas caras de sorpresa al enterarte que había examen. Esta vez fue tu
walkman. Los audífonos. Te levantaste, urgido por ir al urinario, supongo, un nanosegundo después de que el Matías terminó con la clase. Los cables se sujetaron a la silla, o más bien, se quedó esa pepita que te pones en la oreja, entre el respaldar y el

asiento, justo cuando este último quería plegarse después de que te levantaras. ZZZZZiPPPPPP se oyó (oí yo), y puteaste. A nadie le intereso tu mala suerte en ese instante, o es que todos tenían clases y se querían ver apurados (también yo tenía), pero agarré la circunstancia (que paciente esperaba), y dije la primera barrabasada: “¿Qué estabas oyendo?” Y con justa razón, con todo el derecho, levantaste la cara, se te movieron los churos, me miraste desecho y me dijiste Silverchair ya cuando te estabas largando.



3

Poco importa ya lo que siguió inmediatamente. Acaso la buena suerte de poder volverte a hablar después de mi fallido debut. O que una de tus primeras frases conmigo fueran oye, me gustan tus fachas. ¿Cómo es todo esto, no? Siempre te acuerdas del principio y del final del hilo, no del condumio. O de él muy pocas veces. Porque casi siempre se da lo mismo, esa búsqueda que termina por llevar al instinto. Que fue lo que nos sucedió. Yo, de puntos medios o condumios (ya se, la palabra esta fea) solo me quedo con una imagen, a mis tímidos pero gloriosos dieciséis, de una tarde de malabares en el Ilaló. Poco de bueno, mucho hippie. Pero un sol enérgico y un viento despostillando los trigales que estaban cerca. Un hombre cerca mío (era solo un chico) que me besaba. Tenía mi edad. Y unos jeans raídos y unos all star tambien. Y sus manos dentro de mi blusa. Y después, sus manos dentro de mi sostén. A mis dieciséis, allá, apartados, cobijados, ocultos por trigales. Y las frases suaves y la sinceridad reconocida luego de años de babosos y pervertidos. Y la timidez, que siempre es sinónimo de metedura de pata. En este caso, las manos tan frías. Pero yo, afligida por admitir querer ser violentada, me miraba desde lejos, miraba con ojos chinos el sol y las espigas regadas, y decía que ya nada esta mal, y que no vale afligirse, y entonces besaba también.

Y sí, aquí el final del hilo importa. Para ti más que para mí porque yo lo sé. Tengo que volver a los montes. Ahora al Pasochoa. Te fuiste de veraneo a no sé dónde en vacaciones de navidad. Yo no te iba a llamar. Esperaba que llegases y me buscaras. Es bueno emperrarse y contenerse las feas ganas y observar, con efecto de ansiolítico, sentada, si el otro reacciona. Pero antes que lo hicieras decidí trepar con amigos (que son tus amigos) el Pasochoa. Volvimos tarde, eran las siete y pico cuando, con linternas, miramos el refugio. Yo busque los fósforos en mi mochila. Nada más. Pero a la mañana siguiente, el pin ya no estaba. Se había ido, o se pateó el Tavo o el Javi se enredo en un árbol espinoso (él cargaba mi mochila, repleta de botellas de agua y tofis), y allí quedo el pin, agarrado a un espino o a una hoja. Busqué, pero no mucho. No se me hizo difícil darlo por perdido.

Tú estabas ya en la silla cuando llegue a clases. Habías llegado hacia no mucho, lo podía sentir. Tanto como un calorcito insufrible, aquí, en el cuello, justo entre el lóbulo y el límite del pelo. Estaba tibio y mi piel, allá, se empezaba a humedecer. Me dio asco. Por eso te dije que te buscaras otra silla, que estaba harta de no poder atender porque tenía que oírte jadear como perro. Que me daba asco. No te lo imaginaste nunca. Pero tampoco yo. Créeme.

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Thursday, February 09, 2006

Ojos de Pedro




Como una virgen transfigurada con su propia mutilación; como un pájaro verde, de los que aletean a la velocidad de sus latidos. Como un pájaro verde que se estrella contra una pared y se despedaza.

Toma Uno, Luna Park, 1982. La calidad de la cinta no puede ser peor, alcanzamos a distinguir apenas las figuras sobre el escenario. Bueno. Esperen un cachito. Otro tema de clics modernos. Es el único tema lento que hay y es la gente que está haciendo una valija, de eso se trata. Y hay una persona en otra pieza mirando un televisor, así dura todo el día. Y una persona que en otra pieza hace una valija. Yo miraba. Las manos de Charly García moviéndose largas, con su historia, su coca, tocando Ojos de Videotape. Yo miraba, dos o tres veces se me venían otras ideas a la mente. Que el viaje. Que qué se hace en el país. La maleta. Coger la maltea y largarse. A Berlín. Tan llena que está de movimiento. Aquí no hay nada. Nada de nada, y menos para el Pedro.
El Pedro estaba al lado mío, mirando el concierto en la televisión. Y sin embargo, el Pedro no miraba. Entraba a la puerta de los primeros acordes de la canción, del piano levísimo pero arrollador de Charly, hurgaba en los puntos que se resolvían en una imagen de no más de dos segundos la efigie cadavérica de un Fito Páez de diecinueve años, feliz, aporreando al piano casi como Charly, casi como Pedro hubiese querido ser. Asexuado pero nunca más sexual. Flaco, silente. Entonces tan mariposa como el mismo Pedro, tan gay como él, como una virgen transfigurada, como un pájaro verde conmovido por ese impacto. Y esperando, sonriente, la llegada de la democracia. Que Pedro y yo la teníamos. Que no la queríamos. Estábamos en la habitación del otro lado, mirando la pantalla, mientras se hacían y se deshacían maletas, valijas, mochilas.

No era demasiado lo que hacíamos cuando nos juntábamos. Siempre el VHS, el cassette desgastado que habíamos podido conseguir, sentados cada uno en el puff, mirando el techo húmedo de la bodega de su casa, que se convirtió en lugar de proyección de rock argentino. Por allí desfilaban todos. A todos los vimos: al Flaco Spinetta con Almendra, a la Máquina de Hacer Pájaros evadiendo la censura infame de aquellos años, a un Aznar cuya voz, más amariconada de lo que él mismo hubiese querido, seducía secretamente a Pedro. A Fito en Montreaux, batiendo sus brazos, a los Piojos en el Gallinero de River, a Serú Girán.

Pudo haber sido sinergia. Un deseo mutuo, que por azar se cumplió. El caso es que siempre que volvía a casa, tomando una cerveza con él por el parque de la Carolina, se juntaban unas nubes avizoras. Y permitían imaginar una ciudad en la que no estábamos. Con ese edificio de fondo, macizo y patibulario, que nos hacía pensar en las grandes construcciones abandonadas de Berlín. De lejos el edificio se miraba espléndido, el objeto del deseo. De cerca leíamos que se llamaba CCNU y era el lugar más triste de Quito.

Recuerdo que cuando a Pedro me avisó el resultado de su sospecha, estábamos tratando de pegar la cinta que se partió de un concierto clandestino que hicieron Sui y Gieco en aquellos años de persecución en un galpón cualquiera. Terminó de ajustar el tornillo que unía el armazón del cassette, lo etiquetó con un nuevo sticker, y me anunció que con lo que le pagaron por los diseños de publicidad se iba a Alemania.

-Prefiero morirme en un tugurio sidoso que en los brazos represores de mi vieja –alcanzó a decirme.
En pocos días se deshizo de lo que no le hacía falta (ropas, equipos de música, proyectores), compró un IPod, metió en ese aparato miles de miles de canciones, retiró sus ahorros. La noticia se corrió como reguero entre nuestros amigos que, mientras más seguros estaban de la veracidad de la sombra que se le pegó a Pedro, menos lo visitaban, menos les interesaban sus viejos LPs y sus discos imposiblemente raros. Pedro dejó de llamarme para que viésemos conciertos juntos. Fueron unas dos o tres semanas.

Un sábado de tarde apareció una amiga en mi casa. No teníamos mucho que hacer, entonces la desnudé y empezamos a acariciarnos. De pronto sonó el teléfono. Era Pedro. Estaba en el aeropuerto.

-Me voy –me dijo. Recoge los videos que te dejo en mi casa, antes que mi mamá les bote a la basura.

No dijo mucho más. Lloré un poco. Nos vestimos, salimos de mi casa, compramos unas maltas para el camino y entramos al Parque la Carolina, con dirección a la casa del Pedro. El edificio del CCNU estaba a mis espaldas. Me di la vuelta. Habían pocas nubes. El sol quería abrirse en una tarde canaria. Y miré. La mitad del edificio estaba teñida de un azul claro. La habían pintado. Era parte del proceso de restauración del centro comercial. La otra mitad seguía inerme, tácitamente berlinesca. Sucia, casi rota.
Creo haber escuchado un avión que se alzaba, y me di la vuelta, caminando lento hasta la casa de mi amigo.

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